Etiquetado: literatura

Narrar el límite

5d80c4be54871ccfa9b1c8a94e22c4ff5dfdb119_mDos de nuestros momentos estelares escapan a la posibilidad de narrarlos sin convertirlos en ficción, pese a eso: a que los hemos experimentado o los experimentaremos en carne propia. Son los cabos de nuestra existencia. La memoria no nos alcanza para evocar y contar nuestro propio nacimiento. La extinción de la conciencia (y del resto de nuestras facultades fisiológicas) tampoco nos dará ocasión de relatar el proceso de nuestra muerte.

Esta última imposibilidad, no obstante, ha sido «desafiada» en circunstancias muy peculiares.

Hay testimonios de personas que han regresado tras haber estado “clínicamente muertas” por un rato. Testimonios de quienes supuestamente se han visto morir en vidas pasadas, en el transcurso de una regresión. Y testimonios de quienes que, habiendo estado expuestos a una muerte inminente por períodos prolongados (prisioneros de campos de concentración, deportistas o viajeros que han estado a punto de perecer sepultados bajo el hielo, bajo el agua, extraviados en zonas de difícil acceso, etc.), sobrevivieron. Unos y otros han referido lo que “vivieron” en ese trance.

Aunque, a lo largo de la Historia, no pocos individuos deben haberse entregado a un mórbido fantaseo sobre las circunstancias de su propia extinción, la mayoría sería incapaz de hacerlo. Está en nuestra naturaleza: nuestro reducto más altivo no asimila su eventual inexistencia. Creyéndose algo, la psique se defiende de una nada amenazadora.

En Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte (1915), Sigmund Freud explica que esa esquivez es una herencia de nuestros ancestros más primitivos:

Nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro inconsciente —los estratos más profundos de nuestra alma, constituidos por impulsos instintivos— no conoce, en general, nada negativo, ninguna negación —las contradicciones se funden en él— y, por tanto, no conoce tampoco la muerte propia, a la que solo podemos dar un contenido negativo. En consecuencia, nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte».

El deceso de otros seres humanos nos enfrenta a la inexorabilidad del asunto, nos hace sopesar (así sea de refilón) la idea de nuestra propia mortalidad. Con todo, la muerte suele parecer un asunto ajeno. Próximo, pero ajeno. La primera persona le hace fintas mientras puede.

La literatura, sin embargo, se las arregla para ponernos por delante situaciones a las que resistimos instintivamente. Hace poco leí un texto que, desde la primera persona (aunque también de un modo superficial) se prodiga en detalles sobre el instante mismo de la aniquilación: se titula “El muerto habla” y constituye la segunda parte del fragmentario relato “El sol equivocado”, incluido en el libro La vida después de Dios (1995) del narrador canadiense Douglas Coupland. Inevitablemente pensé en un texto parecido que me impresionó años atrás: los «¿Ejercicios de estilo? ¿u Oraciones para los muertos?», del diario de Eugene Ionesco. El dramaturgo rumano se limitó a esbozar formas casi idealizadas, estilizadas, de dejar este mundo; los de Coupland también son esbozos (su idea es capturar las emociones, la intensidad de la situación), pero su propuesta va un poco más allá.

Por un lado, se toma la licencia de poner al habla a seres humanos que han cruzado la línea sin retorno. Por el otro, no especula: se limita a narrar lo imaginable. Nada metafísico, solo las condiciones físicas del instante, en escenas muy «cinematográficas»:

Yo estaba en la cocina, junto a la nevera, cuando ocurrió.

VIDA DESPUES DE DIOS_lEl teléfono de pared que está junto a la nevera sonó, así que lo fui a coger en el momento en que el congelador empezó a soltar espontáneamente cubitos. Pensé que aquello era raro. A continuación una puerta de la alacena se abrió sola, mostrando los platos del interior; y luego hubo una sobrecarga de tensión en la luz del techo. El concurso que ponían en la televisión que había sobre la encimera se interrumpió de pronto, en la pantalla aparecieron bandas de colores chillones y después, puede que durante un segundo, vi a un presentador con un mapa de Islandia a sus espaldas. Respondí «diga» a la llamada, pero nadie contestó, y luego se produjo el resplandor. Un vaso de plástico de los Simpson, del Burger King, se fundió sobre la encimera; el marco de plástico negro de la tele se deformó y empezó a deshacerse. Me miré la mano y vi que el teléfono se estaba convirtiendo en barro, y noté un trozo de piel arrancada, como si fuesen tiras de pollo. Seguidamente se produjo el impulso. La ventana de la cocina estalló hacia dentro, toda brillante y soltando chispas como purpurina de un árbol de Navidad, la batidora se incrustó en la pared y las notas pegadas a la nevera empezaron a arder, y luego yo estaba muerto”.

“El muerto habla” agrupa cinco ficciones brevísimas sobre muertes violentas. Muertes causadas, presumiblemente, por una explosión nuclear. Estas ficciones registran “en cámara lenta” el momento en que todo se transforma. Parte de su logro es que, mientras las leemos, al igual que sus protagonistas, no estamos seguros de lo que está sucediendo. Y resulta inquietante. Quienes las cuentan no son voces en el límite, sino voces liminales, conciencias que experimentan sin sobresalto su propia transición, con un candor, una indefensión que raya en lo infantil. Que perciben cuán diminutas son en proporción a un universo que siempre se sale con la suya.

Cada final es representado como una súbita precipitación del orden y del ritmo de la vida. Como un pico del caos, una agudización del absurdo, reforzado por la calma con que Coupland lo organiza narrativamente.

Podríamos llamar “polaroids de la muerte” (apelando al título de otro de los libros de Coupland) a estos cuadros sobre la desintegración de la realidad. Que no del yo, porque aquí cada narrador describe la escena de su propia extinción con plena conciencia, como si fuera un mero testigo. No se permea el límite, no se intenta traducir a palabras esa íntima disolución que es nuestro anverso. Freud sonreiría ante esta última defensa, la atávica. Querer «decir» la muerte con propiedad sería un contrasentido. En el delta del sentido, precisamente.

Zona de convergencia: Rilke, Pessoa, Sontag

¿Qué esperamos de un diario? Cualquier cosa. Mesura y exceso en la dislocación de los días. La anécdota cotidiana, el reporte de lo excepcional, el detalle banal pero sabroso, la confesión íntima proclive al morbo. Y como líquido contenedor, esos destellos reflexivos que pendulan entre el entorno y el sujeto que se confiesa, ya no artista, ya no escritor, ya no intelectual o figura pública de cualquier otra índole, sino voz en off, conciencia y memoria, ser humano.

Pero también hay diarios que son –o que cabe leer como– incubadoras de ideas, cuadernos de notas, insospechados recintos críticos. Una escritura que deliberadamente toma distancia de lo que consigna para examinarlo, sin que por ello deje de reconocerlo como suyo. Ese proceder también puede aportar revelaciones para eventuales lectores, sobre conexiones no manifiestas (o apenas insinuadas) entre el diarista y otras entidades de su ámbito.

Así sucede con Renacida, diarios tempranos, 1947-1964 (Mondadori, 2011), de Susan Sontag. En esta primera entrega de su bitácora personal, editada por su hijo David Rieff y traducida al español por Aurelio Major, la ensayista y narradora estadounidense dialoga en el tiempo con dos gigantes europeos: Rainer Maria Rilke y Fernando Pessoa. Más que un diálogo, se trata de un distraído apretón de manos.

No pretendo registrar aquí las coincidencias que la propia Sontag hace evidentes a través de comentarios, o bien, citando a uno u otro poeta, sino aquellas menos obvias que pusieron en juego mis experiencias de lectura de cada uno de los autores mencionados. Tampoco aspiro a comentarlas en profundidad; solo daré cuenta de ellas para que cada quien saque sus propias conclusiones.

gEn febrero de 1950, Sontag acaba de cumplir diecisiete años. Su voracidad intelectual ya es notable. Apunta, entre otras lecturas del momento, las cartas de Rilke (no sus célebres misivas al joven Franz Xaver Kappus, sino la suma general de su correspondencia). En el transcurso del diario volverá a mencionar al austriaco una y otra vez: lo ha fijado, se le ha convertido en argumento, en simpatía. O más bien, en simpatía por sus argumentos. Se identifica con algunas de sus preguntas, las desarrolla, las amplía con sus propias inquietudes. Hasta allí, lo manifiesto.

Luego aparecen preocupaciones comunes. Por ejemplo, la ironía y la seriedad, tanto en el plano personal como la práctica artística. Tanto Rilke como Sontag privilegian la seriedad. Por contraste, admiten la utilidad de la ironía como “instrumento óptico”, como transitoria distorsión del sentido, de lo serio. Pero desaconsejan su entronización. Cada uno a su modo sugiere que, más que agudizar de la mirada, el gesto irónico convertido en dieta cotidiana puede ocasionar ceguera. O degenerar en frivolidad, que es una forma de ceguera selectiva.

De la seriedad escribe Sontag en una entrada de su diario fechada el 7 de enero de 1958:

La seriedad es para mí realmente una virtud, una de las pocas que acepto existencialmente y deseo emocionalmente. Me encanta ser alegre y olvidadiza, pero esto solo tiene sentido sobre el fondo imperativo de la seriedad”.

Sobre la ironía se pronunciará abiertamente casi una década después en “La estética del silencio”, un ensayo de 1967 incluido en su libro Estilos radicales:

El arte serio de nuestro tiempo ha gravitado sistemáticamente hacia las inflexiones más desgarradoras de la conciencia. Presumiblemente, la ironía es el único contrapeso viable para este solemne uso del arte como el ruedo donde se pone a prueba la conciencia (…) Mientras el arte se mantenga firme frente a la presión del interrogatorio crónico, parecería deseable que algunas de las preguntas tengan cierto matiz humorístico.

Pero esta perspectiva depende, quizá, de la viabilidad de la misma ironía.

A partir de Sócrates ha habido incontables testigos del valor que la ironía reviste para el individuo: como método complejo y serio para buscar y retener la verdad personal, y como medio para salvar la propia cordura. Pero a medida que la ironía se convierta en el buen gusto de lo que es, a fin de cuentas, una actividad esencialmente colectiva –la creación del arte- es posible que disminuya su utilidad”.

Por su parte, en la segunda de sus Cartas a un joven poeta (fechada el 5 de abril de 1903), Rilke aconseja:

Ironía: no se deje dominar por ella, especialmente en los momentos no creativos. En los momentos creativos intente servirse de ella, como de un medio más para captar la vida. Usada con pureza, también es pura, y no hay que avergonzarse de ella; y si se nota usted en excesiva familiaridad con ella, tema esa creciente intimidad, y vuélvase enseguida a objetos grandes y serios, ante los cuales usted sea pequeño e inerme. Busque la hondura de las cosas; allí no desciende nunca la ironía; y al dirigirse así al borde de lo grande, examine, a la vez, si esa manera de ver corresponde a una necesidad de su naturaleza. Pues de esa manera, bajo el influjo de las cosas serias, o bien se desprenderá de usted (si es algo casual), o bien (si es algo realmente propio e innato en usted) se reforzará hasta ser un instrumento serio, ordenándose en la serie de los medios con que usted debe formar su arte”.

rilkeOtra inquietud que congrega por un instante a Sontag y a Rilke es la ascesis. Aunque no sorprende que escritores de épocas, orígenes, religiones y proyectos literarios distintos coincidan en ciertos puntos, resulta significativo en la medida en que supone una elección intelectual –y hasta ética– que entronca con una curiosidad personal o se desprende de una vivencia.

Al respecto, en los diarios de Sontag destaca su admirable capacidad de abstraer ideas de lo vivido (o lo intuido), enunciándolas de forma impersonal, como si quisiera hallar en ellas lo que trasciende su experiencia. Piedras de toque, tienen más de declaraciones perentorias que de análisis conclusivos.

Para muestra, la apreciación que asienta el 13 de agosto de 1961:

Nunca he entendido la ascesis. Siempre he pensado que procedía de una falta de sensualidad, de falta de vitalidad. Nunca me había dado cuenta de que hay un modo de ascesis que consiste en una simplificación de las necesidades y en la búsqueda de un papel más activo en su satisfacción –que es precisamente un tipo de sensualidad más desarrollado. El único tipo de sensualidad que había yo entendido implica apego al lujo + a la comodidad”.

Su planteamiento parece una síntesis, una posible solución de la oposición ascetismo-hedonismo expresada por Rilke cuatro décadas antes en su manuscrito El testamento (1921):

Sin duda, la ascética no es una salida; es sensualidad de signo negativo. Puede que sea buena para el santo, como una construcción auxiliadora y benéfica; en el punto medio de sus renuncias, divisa a aquel Dios de la contradicción, al Dios de lo invisible, que no ha creado aún.

Pero aquel que está comprometido con los sentidos, que tiene que considerar puros los fenómenos y ciertas las formas en la tierra, ¡cómo se iniciará en la renuncia! Y aunque ésta se le presente como algo auxiliador y útil, siempre será en él algo engañoso, taimado, subrepticio…, y acabará vengándose de algún modo en el perfil de su obra: como dureza, como sequedad, como improductividad, como cobardía de la fructificación”.

Fernando Pessoa 4Y ya que hablamos de ascetas, es el turno de reseñar una sutil coincidencia entre Fernando Pessoa (a través de su heterónimo Bernardo Soares) y Susan Sontag. Aunque no lo mencione entre sus lecturas en este primer tramo de sus diarios, se sabe que sentía especial afecto por Libro del desasosiego, al que contaba entre sus textos predilectos del siglo XX.

El 4 de abril de 1958, Sontag apunta en su diario:

Una aristocracia de la sensibilidad así como una aristocracia del intelecto. ¡No me gusta nada, nada, que me traten como a una plebeya!».

Y se insta a sí misma a armarse de ego para “sustentar su sensibilidad”. En otras palabras: desearía fiarse de su sensibilidad tanto como se fía de su intelecto, creyendo quizás que así recibirá en sus relaciones interpersonales el mismo trato privilegiado que recibe en el ámbito cultural por sus virtudes intelectuales (inevitablemente, aquí se nos cae un poco el personaje, intoxicado de razón).

En el fragmento 138 del Libro del desasosiego, Bernardo Soares establece una distinción en términos similares. Sin embargo, la conclusión de su razonamiento –muy en la onda de su vocación ascética– nada tiene que ver con la intención de la diarista. Mientras ella busca resolver un problema privado, él intenta establecer un principio general:

Hay una erudición del conocimiento, que es lo que propiamente se llama erudición, y hay una erudición del entendimiento, que es lo que propiamente se llama cultura. Pero también hay una erudición de la sensibilidad. La erudición de la sensibilidad nada tiene que ver con la experiencia de la vida. La experiencia de la vida nada enseña, del mismo modo que la historia de nada nos informa. La verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el análisis de ese contacto. Así la sensibilidad se amplía y se hace más profunda, porque en nosotros está todo; basta con que lo busquemos y con que lo sepamos buscar”.

He aquí, pues, otro de los placeres del lector (y no solo el del diarios): hacerse espacio de resonancias, momentáneo rendez-vous de textos, de maneras de pensar y de sentir. Ser testigo de la naturalidad con que órbitas remotas se vuelven concéntricas por unos instantes.

Horas de vida divina

ImagenNo recuerdo donde lo leí o en qué película lo vi. Solo sé que la expresión me pareció tan deliciosa que sonreí desde muy adentro, regocijándome en un vago reconocimiento. Ocurría del modo más natural: llegada la hora de dormir, una madre alzaba en brazos a su hijo de seis o siete años, que estaba jugando sobre la alfombra de la sala con la concentración de un profesional.

Y le anunciaba: “Vamos, que ya es hora de tu vida divina”.

La madre se refería al sueño, fundamental para el crecimiento, el descanso y el desarrollo de la imaginación de todo niño. Pero sus palabras también le hacen justicia a ese momento evanescente en que los adultos cruzamos el paralelo hacia nuestra mayor libertad (o hacia cualquier esclavitud amorosamente autoimpuesta).

Arrinconando la fatiga, las dificultades habituales, las preocupaciones del día inmediato, nos instalamos en una mezzanina de lo cotidiano, un territorio donde somos del todo nuestros, del todo fieles. Nos asumimos “amantes bandidos” de un oficio o de un pasatiempo, con el rigor del caso. Lo que para otros son “horas extra”, para nosotros es el momento estelar de la jornada. Las noches se elongan, cómplices, acogedoras en la soledad o el silencio, mientras hundimos las manos, la conciencia, el brío en paraísos de nuestra exclusiva exigencia o indulgencia.

Muchas o pocas (casi siempre menos de las que querríamos; pero, ¿no es por eso, hasta cierto punto, que las aguardamos con ansiedad?), nuestras horas de vida divina son aquellas que conseguimos hurtarle a las ocupaciones que nos brindan el sustento, para dedicárselas a lo que nos es más caro, lo que nos compele, define y motiva. Y no tememos extenuarnos en su transcurso porque sabemos que lo que nos desgasta de la labor también consigue –por obra de una transmutación misteriosa– restañarnos, dotarnos de nuevas y mejores fuerzas. Aunque artificiosa (y quizás no muy lejana de la concepción romántica del arte por el arte), la sola idea del tiempo “robado”, del tiempo “reconducido” resulta estimulante: es una manifestación de voluntad, de lo que estamos dispuestos a hacer por la dieta del espíritu.

Polifonías: «Uno, ninguno», de Alfredo Armas Alfonso

Aunque no creo en casualidades, he notado que hay lecturas que tienen un modo misterioso de convocarse entre ellas para presentarse “a coro” en un momento dado. Eso explicaría que por estos días coincidan en mi escritorio tres libros de similar naturaleza, cuyo atractivo radica en la pluralidad de voces –de las artes plásticas, la música, la literatura– que recogen, así como en el tino de sus artífices, bien sea como entrevistadores, como críticos o como “curadores”, como responsables de que ese eclecticismo sea fuente de sentido.

En esta ocasión comentaré Uno, ninguno, de Alfredo Armas Alfonzo (coedición de Monte Ávila Editores y la Galería de Arte Nacional, 1983), una colección de textos sobre artistas plásticos venezolanos, escritos entre 1958 y 1982. Se trata de un terreno en el que el escritor anzoatiguense tenía pleno fuero, pues a la par de su obra narrativa, fue autor de libros sobre la materia y textos para catálogos de exposiciones, así como fundador y colaborador de revistas culturales, e incluso, director (si bien solo por unos meses) de la página de Arte del diario El Nacional.

En un texto publicado en ese periódico en 1990, bajo el título “De Armas tomar”, el fallecido crítico de arte Juan Carlos Palenzuela se refirió al libro que hoy nos ocupa:

“En Uno, ninguno encontramos una intensa similitud con la narrativa de Armas Alfonzo: el país es una geografía del olvido y sus héroes son hombres que viven con la soledad, la destrucción y el abandono a cuestas”.

Coherentes con un proyecto literario vinculado a lo telúrico,  estos escritos enfilan la mirada hacia nuestra periferia artística y geográfica. Ora crónicas, ora ensayos, ora viñetas, parece animarlos el mismo aliento de La cresta del cangrejo (1951), El osario de Dios (1969) o El bazar de la madama (1980), y hasta comparten con ellos ciertas marcas de estilo (como esa profusión vegetal que le aporta color y fragancia a ciertas descripciones en los cuentos de Armas Alfonzo*).

En este caso, se nos ofrecen atisbos de la actividad de Armando Rafael Andrade, nativo de Río Chico, pintor y “hacedor” de urnas y mesas; Jesús Cabrera Aldana, escultor y obrero trujillano; el nómada Rafael Vargas, nativo de Pedregal, hacedor de tallas, trabajador del campo, carbonero, vendedor de leche; Bárbaro Rivas, peón de ferrocarril, albañil, pintor de brocha gorda y, luego, de pincel; entre otros. La doble identidad no obedece a un prurito de exactitud: la indagación de Armas Alfonzo se sitúa, precisamente, en la confluencia del quehacer artístico y de los oficios que proveen el sustento a estos hombres.

El autor acompaña a los creadores y dialoga con ellos sin la pose sofisticada del crítico o del antropólogo. Sabe que aquí no vienen al caso los discursos rebuscados con que suele presentarse a las “luminarias del arte”. Lo anecdótico cohabita con puntuales apreciaciones técnicas, y a menudo las obras son situadas al trasluz de los lugares y las gentes que las inspiraron. Hay espacio para la ocasional denuncia del menosprecio oficial, o bien, de los vicios del mercado (obras espurias, compradores incautos y artistas explotados).

No se descuida la relación de los artistas populares con el establishment cultural, toda vez que algunos han alcanzado salones y galerías. Un rasgo común entre ellos es que no se consideran “artistas” y, mucho menos, “populares” o “ingenuos”. Simplemente –dicen– son “buenos con las manos”. Algunos participan con extrañeza en los ritos sociales del mundo del arte. Y, lejos de todo afán de trascendencia, su satisfacción se reduce a la práctica artística en sí misma. Detalle significativo, si se piensa en aquellos que viven de sus laureles, de la parafernalia, de las enseñas discursivas y conductuales del oficio, relegando la calidad y hasta la concreción de su obra a un segundo plano.

Cabe destacar que en cada texto de Uno, ninguno se ensaya un expediente formal distinto. Así, a una nota “clásica” puede seguir un diálogo planteado sin mayores preámbulos ni paráfrasis de descansillo, a merced de las oscilaciones entre la sencillez y el ingenio de los personajes. A veces basta con una pequeña declaración para que el protagonista del texto se nos revele con plena nitidez, como sucede con el pintor Salvador Valero, natural de Escuque, primordialmente dedicado a vender y a “componer santos”:

“Un hombre debe saber qué puede hacer y qué no puede hacer. Yo le pinto a usted un Cristo y una Virgen, pero yo no la engaño vendiéndole una divinidad”.

Otro ingrediente que se apersona con sutileza a lo largo del libro es el humor; por ejemplo, en la hipérbole irónica con que Armas Alfonzo nos informa que el pintor barcelonés Gerardo Aguilera pasó sin pena ni gloria:

“Uno no va a ponerse a decir aquí que el río de Barcelona se quedó sin agua cuando pasaron el entierro de Aguilera por la calle Juncal para rezarle el responso en la iglesia parroquial”.

O en el desparpajo con que sanciona los cuadros de Gilberto Ramírez, pintor de señoras “de alcurnia”:

“Esa sinuosidad de la cadera no le viene de Rubens, sino de la burla de la dieta”.

También nos invita a sonreír con la estampa de la cantora cumanesa María Rodríguez (y de otros Rodríguez de su entorno, pues, como ella misma dice, “el pueblo todo es una sola familia”). La pieza asume la forma de un relato de vida, orientalismos incluidos. Allí se aprecia, además, cómo se desvirtúan (por buena o mala fe) las manifestaciones del arte popular al pasar por tamiz de la institución cultural (y lo que resulta más irónico, de una institución a cuya cabeza estuvo el propio Armas Alfonzo).

Explica una de las allegadas y colaboradoras de María Rodríguez, llamada Petra Ramírez:

“Yo hago esas cabezas de ahí y en la Universidad [de Oriente] me dicen que yo lo que hago es arte africano como que es que dicen, que yo hago arte de no sé que parte bien lejos”.

Para no quedarse atrás (pues su propia sangre tiene diversos tratos con el arte), Armas Alfonzo incluye en este itinerario a Lourdes, una de sus hermanas menores, quien reniega del remoquete de «artista ingenua» comentando con simpático enojo:

“Ingenuo es algo así como una azucarera donde todos vienen y meten su cuchara, y no es así, no es así”

Y está el tío Julio Alfonzo, “pintor de fin de semana”, discípulo de Michelena, pero también, poeta, jefe civil, músico, ingeniero, diputado.

Poco a poco, Uno, ninguno se va desplazando hacia otros ámbitos, hacia el centro, dando cabida a figuras como Carlos Contramaestre, pintor, poeta y “tocador de vihuelas de la memoria del pueblo”; Alfredo Boulton y su libro de cerámica aborigen venezolana; la escultora Lía Bermúdez y el pintor Ladislao Racz. Completan la selección apuntes de grata lectura sobre César Vallejo, Charles Chaplin, el Castillete de Armando Reverón y el rescate de las pinturas que el francés Octave Denis Victor Guillonnet hiciera por encargo gubernamental para decorar la Casa Amarilla (y que fueron parcialmente destruidas en la década de 1950, en un triste episodio de barbarie contra nuestro patrimonio artístico).

Finalmente, resulta imposible omitir “La cultura sorpresiva”, un artículo fechado en 1979 que radiografía con amargura el campo cultural criollo, y del que quizás todavía hoy, a más de tres décadas de su diagnóstico, se puedan derivar oportunas reflexiones.

*Marcos González estudia este elemento en su texto “Herbario e infancia”, incluido en el libro Alfredo Armas Alfonzo ante la crítica. Caracas: Monte Ávila, 2002.

El modelo que nos busca

Siempre es en la estación de Perpiñán… que se me ocurren las ideas más geniales de mi vida. Ya unos kilómetros antes, en Boulou, mi cerebro comienza a ponerse en movimiento, pero al llegar a la estación de Perpiñán ocurre una verdadera eyaculación mental que alcanza su máxima y más sublime altura especulativa”.

Aunque no soy ferviente admiradora de su obra, llama mi atención el entusiasmo con que Salvador Dalí situaba la médula de su universo en la estación de trenes de Perpiñán. El lugar no era un mero detonante de su inspiración. Quienes han visto el cuadro homónimo recordarán el esquema en que aparecen suspendidos sus elementos: una simultaneidad que remite al éxtasis místico, a la eternidad. Allí se constelan los motivos más importantes de los distintos períodos su obra: los peñascos de Port Lligat, Cristo, el Ángelus de Millet (y su respectiva interpretación “paranoicocrítica”). La estación de Perpiñán (1965) es el imán de las obsesiones del pintor catalán. Su Aleph.

A menudo, las relaciones de artistas e intelectuales con sus paradigmas simbólicos resultan fascinantes; especialmente, en la medida en que despiertan a la conciencia del poder que esos modelos ejercen sobre ellos. Lo curioso es que, en muchos casos, no parecen una escogencia deliberada, consciente, sino algo que los acecha o que los llama, algo que emerge, que se va decantando con el tiempo.

Del caso de Dalí me acordé mientras leía El placer del texto, de Roland Barthes. En un fragmento titulado “Intertexto”, el semiólogo francés cuenta que encontró a Marcel Proust en un detalle mínimo de un texto mencionado por Stendhal, como también lo había hallado ya en Flaubert y sus durazneros normandos en flor. Lo valioso aquí no es la recurrencia, sino la plena identificación del modelo, así como de la forma en el autor se relaciona con él:

Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las Cartas de Mme. de Sevigné para la abuela del narrador, las novelas de caballerías para Don Quijote, etc.; esto no quiere decir que sea un ‘especialista’ en Proust: Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una ‘autoridad’, simplemente un recuerdo circular”.

Para Barthes, la obra de Proust es un plano maestro, un paradigma en el que se centrifugan y delatan textos posteriores. Mathesis: un orden, un sistema, un campo estructurado de saber. No atribuye las resonancias a un misterio; de hecho, le complace explicarlo: obedecen a una hegemonía. En busca del tiempo perdido forma parte de su tiempo mítico de lector y desde allí orienta dictámenes ulteriores. Lo que le habla a Barthes por momentos es la cosmovisión proustiana, su Weltanschauung.

Y ya que Barthes menciona el mandala, cabría concluir este apunte remitiéndonos al capítulo 82 de Rayuela, donde Julio Cortázar discurre –vía Morelli– sobre un centro gravitacional que, es a la vez, mapa y camino, tinta y sangre. Quizás sea menos diáfano que Perpiñán para Dalí o que Proust para Barthes (pues no ofrece inspiración ni referencia), pero su existencia rebasa la intuición, se convierte en certeza en la medida en que el escritor logra imponerse a la impaciencia y al caos:

¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa literaria u otra […] Así por la escritura bajo al volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el Centro –sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose; tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”.