Categoría: Animales fantásticos

El vértigo de una mesa

La lectura de «Mesas», un nostálgico texto en el que la dramaturga, cronista y narradora venezolana Elisa Lerner desgrana su afición por ese tipo de mueble me disparó el recuerdo de cierto ejemplar que teníamos en casa en los ochenta. Aquella mesa labrada –hecha de una madera oscura que se había tornado todavía más prieta a fuerza de un grosero barniz– jamás estaba sola, pues era el regazo de un espejo ovalado.

El espejo me traía sin cuidado: era lo que tenía que ser. Pero la mesa… Desconfiaba de aquel trasto que parecía robado del Palacio Arzobispal, no solo por su grimosa encarnación del rococó, sino por su inhabilidad: daba la impresión de que se iría de bruces en cualquier instante. Y es que, a diferencia de otros especímenes de su manada, no era cuadrúpeda, sino bípeda. Incapaz de permanecer erguida por su cuenta.

―Papi, ¿de qué tribu es esa mesa? ―recuerdo haber preguntado en cierta ocasión que la pareja fue retirada de su lugar habitual para pintar la pared.

―Las mesas no son gente, mi cielo ―respondió mi padre distraídamente, mientras tapizaba el suelo de periódicos.

―Pero, y entonces, ¿qué le pasó?

―Nada. Ella es así.

No hay mejor percha para la curiosidad infantil que un “así”.  ¿”Así” cómo? ¿”Así” por qué?

Me gustaba imaginar que la mitad posterior de la mesa se la había tragado la pared y que ella, toda atolondrada, mujer al fin, fingía seguir siendo mesa, del mismo modo en que muchos minusválidos van por la vida con aire de aquí no ha pasado nada. Pero a medida que crecía fui entendiendo que esa parte de atrás nunca existió. Que la pared toleraba aquel pegoste, como un bigote o un pecho postizo, como un quicio o una joroba surrealista.

Tuve ocasión de comprobar, además, lo mal rematada que el carpintero le había dejado la retaguardia (llamarlo “ebanista” sería sentarlo en el cielo). Razón de más para que no quisiera despegarse nunca del muro.

―Mamá, ¿por qué compraste esa cosa tan fea? ―preguntaba yo, embutida como un feto en la sección más grande del seibó, donde me gustaba meterme fantaseando que iba en un ascensor.

Mi madre no decía nada.

―¡Mamaaá!

―Qué.

―¿No se puede botar?

―Hum… A lo mejor… Algún día.

Entendí que mi madre ―ávida lectora y coleccionista de la revista Ideas, que en este caso no le servía de mucho― también sufría la mesa, pero no hallaba cómo deshacerse de ella. A lo mejor sentía que era como echar un perro a la calle en pleno aguacero. O se había acostumbrado a malquererla.

Lo que no conseguía entender era por qué el espejo estaba obligado a coronar aquel simulacro. A todas luces formaban un matrimonio mal avenido. El espejo era dueño de sí, sabía estarse en su sitio con naturalidad. La mesa vivía presa de un nerviosismo mal disimulado y siempre había que asegurarla para que no largara las figuritas que le ponían encima; al final, optaron por no confiarle ningún adorno. El espejo hacía suya la claridad que flotaba en la sala y el comedor, y con ella se lustraba la sonrisa, la simpatía. La mesa, por el contrario, era apéndice rezagado de la noche y exhalaba un olor a encerrado, a misterio chimbo. El espejo conversaba y recibía con donosura a todo el que se le plantara enfrente. La mesa era callada, ceñuda, mustia.

Yo le olía el vértigo a leguas. Y ella olía mi vértigo también y se portaba con recelo cuando yo estaba cerca. No creo exagerar si digo que habría preferido morirse antes de caerse delante de mí.

Y entonces se cumplió el melancólico “algún día” de mi madre. En algún momento de los noventa, ya adolescente, vi el cadáver descuartizado en una caja, listo para cuando pasara el camión de la basura: las patas arrancadas de cuajo del tronco, que era también la cabeza y el corazón. No supe si se había desmadrado sola o si mi padre –dueño de  una caja de herramientas con segueta incluida y fan del bricolaje– la había sacrificado en aras de darle un aire más moderno al apartamento. En cualquier caso, ya no tendría que fingir para entrar en el estándar.

El espejo cambió de sitio, pero sigue en lo suyo, impertérrito. No podría decirles si acusa su viudez, si es más feliz que cuando tenía a quién caerle encima, si se entristece cuando no lo están mirando. Se sabe indispensable para los que salen o entran; mezcla de guachimán con valet de chambre de último minuto. Tras despeñarse un par de veces «sin querer queriendo», ha salido ileso. ¿Deseará jubilarse? ¿Conocer la vida ultraterrena del ser añicos, como su mujer? Uno no tiene modo de saber qué sueñan, qué olvidan, qué traman estos trastos que gritan callando.

El modelo que nos busca

Siempre es en la estación de Perpiñán… que se me ocurren las ideas más geniales de mi vida. Ya unos kilómetros antes, en Boulou, mi cerebro comienza a ponerse en movimiento, pero al llegar a la estación de Perpiñán ocurre una verdadera eyaculación mental que alcanza su máxima y más sublime altura especulativa”.

Aunque no soy ferviente admiradora de su obra, llama mi atención el entusiasmo con que Salvador Dalí situaba la médula de su universo en la estación de trenes de Perpiñán. El lugar no era un mero detonante de su inspiración. Quienes han visto el cuadro homónimo recordarán el esquema en que aparecen suspendidos sus elementos: una simultaneidad que remite al éxtasis místico, a la eternidad. Allí se constelan los motivos más importantes de los distintos períodos su obra: los peñascos de Port Lligat, Cristo, el Ángelus de Millet (y su respectiva interpretación “paranoicocrítica”). La estación de Perpiñán (1965) es el imán de las obsesiones del pintor catalán. Su Aleph.

A menudo, las relaciones de artistas e intelectuales con sus paradigmas simbólicos resultan fascinantes; especialmente, en la medida en que despiertan a la conciencia del poder que esos modelos ejercen sobre ellos. Lo curioso es que, en muchos casos, no parecen una escogencia deliberada, consciente, sino algo que los acecha o que los llama, algo que emerge, que se va decantando con el tiempo.

Del caso de Dalí me acordé mientras leía El placer del texto, de Roland Barthes. En un fragmento titulado “Intertexto”, el semiólogo francés cuenta que encontró a Marcel Proust en un detalle mínimo de un texto mencionado por Stendhal, como también lo había hallado ya en Flaubert y sus durazneros normandos en flor. Lo valioso aquí no es la recurrencia, sino la plena identificación del modelo, así como de la forma en el autor se relaciona con él:

Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las Cartas de Mme. de Sevigné para la abuela del narrador, las novelas de caballerías para Don Quijote, etc.; esto no quiere decir que sea un ‘especialista’ en Proust: Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una ‘autoridad’, simplemente un recuerdo circular”.

Para Barthes, la obra de Proust es un plano maestro, un paradigma en el que se centrifugan y delatan textos posteriores. Mathesis: un orden, un sistema, un campo estructurado de saber. No atribuye las resonancias a un misterio; de hecho, le complace explicarlo: obedecen a una hegemonía. En busca del tiempo perdido forma parte de su tiempo mítico de lector y desde allí orienta dictámenes ulteriores. Lo que le habla a Barthes por momentos es la cosmovisión proustiana, su Weltanschauung.

Y ya que Barthes menciona el mandala, cabría concluir este apunte remitiéndonos al capítulo 82 de Rayuela, donde Julio Cortázar discurre –vía Morelli– sobre un centro gravitacional que, es a la vez, mapa y camino, tinta y sangre. Quizás sea menos diáfano que Perpiñán para Dalí o que Proust para Barthes (pues no ofrece inspiración ni referencia), pero su existencia rebasa la intuición, se convierte en certeza en la medida en que el escritor logra imponerse a la impaciencia y al caos:

¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa literaria u otra […] Así por la escritura bajo al volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el Centro –sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose; tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”.

Impertinencias en torno a una gallina

La lección que podemos extraer de un mito reside en la literalidad del relato, no en lo que añadimos nosotros desde afuera

ÍTALO CALVINO, Seis respuestas para el próximo milenio

¿Recuerdan el cuento de la gallina de los huevos de oro? Ese en el que un granjero tenía una gallina (una gansa, en la versión inglesa) que, de repente, empezó a poner huevos de oro y lo hizo inmensamente rico; hasta que el hombre, cegado por su ambición, decidió abrirla con la idea de que en su interior encontraría muchos más huevos de oro. No solo no halló lo que andaba buscando, sino que se dio cuenta de que la gallina era como cualquier otra por dentro.

Una gallina común y corriente, con la única peculiaridad de que ponía huevos de oro.

La moraleja que se esperaba que nos quedara después de leer este cuento era que ser demasiado ambiciosos puede llevarnos a una ruina que no imaginamos… O algo así.

A la vuelta de los años, ya crecidos (y escépticos ante la literalidad del cuento), lo mismo podríamos decir que lo que mató a la gallina fue la “actitud científica” de su dueño: no tanto su avaricia como su curiosidad, el deseo de descubrir el mecanismo responsable de tan magnífica producción. Y de enseñorearse de él y acelerarlo de algún modo.

Hay varios detalles llamativos. Sabemos que la gente de los cuentos actúa (como la de la vida real) según su muy particular lógica (aunque la lógica de la ficción y la de la vida real pueden ser diametralmente opuestas). Asimismo, sabemos que un imbécil puede serlo aquí y en Nunca Jamás. Pero igual no dejo de preguntarme por qué alguien real o ficticio esperaría que una gallina que pone huevos de oro estuviera configurada por dentro de un modo especial.

Lo especial, lo maravilloso, lo misterioso es el hecho de que una gallina como cualquier otra ponga huevos de oro. Deberíamos conformarnos con la gracia de un misterio, en vez de tratar de apropiarnos de él por la vía cognoscitiva, desentrañándolo. Ahí sí admito la moraleja de la ambición, enunciada de otra manera: no vean algo donde no lo hay, niños, porque pueden sufrir terribles desengaños. Disfruten los milagros mientras puedan. Disfrutarlos respetuosamente es agradecerlos.

(Vale para la codicia y para los más poéticos excesos de la imaginación).

Del mismo modo, le diría a quienes pretenden hacernos ver moralejas en todos los cuentos (y con ese término abarco las más diversas formas y medios narrativos, orales, impresos y audiovisuales, pasados y presentes): ¿por qué un cuento necesariamente debería tener una moraleja?

Me refiero a este cuento en particular, y a la vida, que no es cuento. La vida está llena de cosas increíbles, fascinantes, extrañas, que a veces arruinamos tratando de buscarles explicación, justificación, en vez de recibir el regalo que son y punto.

Sacarle moraleja a un cuento (o sea, hacer un coctel de exégesis con moralismo) es querer ver algo más donde no lo hay… Como abrir una gallina que produce huevos de oro. A partir de cierto momento de nuestras vidas nos entrenamos en darnos cuenta de que nada es lo que parece, fomentando una desconfianza que, llevada al extremo, puede ser letal. Si aprendemos a desconfiar más de la cuenta, nos toca reeducarnos para entender que muchas cosas sí son lo que parecen, que no siempre hay que andar buscándole las cinco patas al gato.

Menos mal que no todos son tan imbéciles como el dueño de esa gallina. ¿Qué habría sido del vasto zoológico de la literatura infantil si todos los infelices que se cruzaron con animales parlantes los hubiesen disecado para descubrir cómo y por qué hablaban?

Hecho y potencia (un texto de Fran Lebowitz)

¿Una escritora bloqueada desde hace décadas, dueña de un estilo cercano al de Andy Warhol o Woody Allen? Sería mezquino guardarse algo así. Por eso les dejo mi traducción de “To Have and Do Not”, texto con el que la mordaz Fran Lebowitz cierra su libro Social Studies (Random House, Nueva York, 1981). Bajo el título de Breve manual de urbanidad, Tusquets publicó una traducción al español en 1985, precedida por Vida metropolitana, en 1984 (ambos descatalogados por estos días). Lebowitz –quien tiene 61 años y es un personaje ampliamente reconocido en Nueva York por sus trajes masculinos y sus afilados juicios, cruce de Mary McCarthy y Oscar Wilde– volvió a ser noticia en 2011 gracias a Public Speaking, un documental en el que el aclamado director Martin Scorsese la retrata fielmente

No hace mucho, el agente literario de un conocido negoció un acuerdo económico por el libro de un escritor de ficción comercial bastante exitoso. El libro en cuestión no ha sido escrito aún. En lo absoluto. Ni una página. Apuntalado apenas en la reputación del autor y en la experiencia del agente, el futuro libro se vendió por la gratificante suma de un millón de dólares. La semana siguiente, el mismo agente vendió el mismo libro inexistente por la misma cifra para una película.

Poco después me vi a la mesa durante una cena junto al sujeto que había comprado los derechos para el cine del libro en cuestión. Le sonreí educadamente. Él me devolvió la sonrisa. Mencioné el tema.

―Entiendo ―dije― que ha comprado El Próximo Libro de un Autor Comercial de Ficción Muy Exitoso por un millón de dólares.

―Sí ―dijo él―. ¿Por qué no escribe usted una película para nosotros?

Le expliqué que mi calendario no podía acomodarse, por los momentos, a semejante tarea, puesto que estaba hasta las orejas de exceso de sueño, rumores infundados y amistades superficiales. Permanecimos callados por un instante. Comimos. Bebimos. Se me ocurrió una idea.

―Así que acaba de comprar El Próximo Libro Aún No Escrito de un Autor de Ficción Comercial Muy Exitoso por un millón de dólares, ¿no?

Su respuesta fue afirmativa.

―Bueno ―proseguí―. Le diré qué. Mi próximo libro tampoco se ha escrito aún. Y mi libro aún no escrito es exactamente el mismo que el libro aún no escrito de Un Autor de Ficción Comercial Muy Exitoso. Sé que tengo un agente literario y que no debo discutir sobre negocios, pero deseo venderle mi libro aún no escrito justamente al mismo precio que pagó por el libro aún no escrito de Un Autor de Ficción Comercial Muy Exitoso.

Mi compañero de mesa rechazó cortésmente mi oferta y luego me ofreció, por mi libro aún no escrito, una suma de seis cifras.

―Llame a mi agente ―respondí y me volví hacia mi derecha.

La mañana siguiente me despertó una llamada telefónica de mi agente, informándome que acababa de recibir y rechazar una oferta por una suma de seis cifras para los derechos cinematográficos de mi libro todavía no escrito.

―Creo que podemos obtener más ―dijo ella―. Te llamaré más tarde.

Reflexioné al respecto y le devolví la llamada.

―Mira ―le dije―, el año pasado gané cuatrocientos dólares por las cosas que escribí. Este año me han ofrecido dos sumas de seis cifras por las cosas que no he escrito. Obviamente, me he movido en este negocio en la dirección equivocada. Resulta que no escribir no solo es divertido, sino que también parece enormemente lucrativo. Llama al tipo de la película y dile que tengo algunos libros todavía no escritos, quizás unos veinte.

Encendí otro cigarrillo, tosí fuertemente y acepté la realidad.

―Bueno, al menos diez. Haremos nuestro agosto.

Conversamos un poco más y colgué de mala gana, consciente de cuán importante era hablar por teléfono para mi nueva carrera lucrativa de no escribir. No obstante, tomé la delantera y me complace informar que, por haberme aplicado cuidadosamente e imponer del todo mi voluntad, pasé el día entero sin escribir una sola palabra.

Esa noche asistí a la exposición de un conocido artista. Pregunté por los precios de los cuadros atractivamente exhibidos, si acaso deje notar una leve sorpresa y pasé el resto de la velada llena de una incómoda codicia.

Al día siguiente, apenas desperté, llamé a mi agente y le anuncié que quería diversificarme, volverme más visual. No escribir estaba bien para hacer un poco de capital, pero el verdadero dinero estaba, según me parecía, en no pintar. Ya no iba a permitirme seguir confinada a una sola forma. En adelante trabajaría en dos medios.

Pasé los siguientes días en la feliz contemplación de mi inminente riqueza. Aunque era cierto que no había cheques a la vista, yo no había nacido ayer y sabía que esas cosas toman tiempo. Inspirada por mi descubrimiento, empecé a mirar las cosas bajo una luz totalmente nueva. Cierta semana, mientras manejaba hacia el interior, pensé de golpe que, entre las cosas que cultivaba, no estaba la tierra.

Lo primero que hice el lunes por la mañana fue llamar a mi agente.

―Escucha ―le dije―, sé que esto se sale un poco de tu competencia, pero te agradecería mucho que contactaras al Departamento de Agricultura y les notificaras que en este momento no estoy, ni he estado antes, cultivando trigo. Sé que mi apartamento no tiene muchos acres, pero veamos qué podemos conseguir. Y mientras te ocupas de eso, ¿por qué no lo intentas con el Departamento de Bienestar? Tampoco tengo trabajo. Eso debe valer unos cuantos dólares.

Ella dijo que vería qué podía hacer y colgó, dejando que me las arreglara por mi cuenta.

No pinté (muy fácil). No cultivé trigo (una papaya). Permanecí desempleada (ni hablar). Y en cuanto a no escribir, bueno, cuando se trata de no escribir, soy tremenda, un artículo genuino, una profesional inveterada. Excepto –debo admitirlo– cuando se trata de un plazo. Un plazo está fuera de mis manos. Hay que considerar a otros, hay obligaciones que cumplir. En el caso de un plazo, flaqueo casi invariablemente y, como pueden ver, esta vez no fue la excepción. Esta pieza tenía plazo. Lo cumplí. Pero como los más observadores notarán, ejercí una pizca de limitación. Esta pieza es demasiado corta, cortísima. Perdónenme, pero necesitaba el dinero. Si van a hacer algo, háganlo a medias. Negocios son negocios.