Un Zahir de Gego

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Ayer, en compañía de amigos, visité la exposición de Gego que se exhibe en Periférico Caracas | Arte Contemporáneo, con la curaduría de Luis Enrique Pérez Oramas. Lúdicos libros, tejeduras y bichitos. No dudo que Gego se divirtiera creándolos. Esta no es la artífice de reticuláreas solemnes, titánicas, delicadas. Aquella cuya mano estreché (figuradamente, claro) a los diez años, al plantarme durante un paseo escolar al Museo de Bellas Artes ante uno de sus Dibujos sin papel: una elocuente estructura de alambres anudados que, en su aparente fragilidad, gravitaba con mayor fuerza que muchos de los objetos sólidos de mi mundo.

Vi obras de otros artistas en aquella ocasión, pero aún con la ignorancia del mundo del arte propia de esa edad, ya nunca me olvidé de Gego, pues con unas pocas líneas –forma alterna de escritura, aérea, connotativa, como la de la imagen que ilustra este texto– me insinuó otra manera de percibir y de estar en el espacio.

En Tejeduras, Bichitos y Libros, Gego –cuyo centenario se celebró el año pasado– trama materiales provistos por el azar: tiras de papel, pequeñas cajas de cartón, alambres, hilos. Los grandes creadores son grandes incluso en lo pequeño. No hay insumo banal para ellos; así que en este caso quizás no sea adecuado hablar de “secundario”, de “menor”, sino de un trabajo más íntimo, artesanal, cariñoso.

Mientras algunas de estas piezas parecen juguetes accidentales, serias travesuras (es inevitable imaginarse a una Gertrude Goldschimdt de pelo blanco y afable sonrisa, palpando imágenes impresas halladas por casualidad, conjeturando su destino; reuniendo y amalgamando filamentos para crear criaturas embarulladas, insectos de la imaginación; recortando, urdiendo intuiciones con esa serena alegría de hacer que luego será serena alegría de contemplar, de hacernos cómplices de su juego), otras son una especie de meditación congelada, como el pliego fluvial, con algo de partitura, que constituye su “Autobiografía de una línea” (1964).

Y aunque hablamos de una artista florecida al margen de esas tediosas consideraciones de género, “Cranbrook” (1989), una de sus tejeduras, sugiere cierta coquetería femenina.

En lo personal, me sedujo su “Tejedura 88/15” (1988): una cajita traslúcida, compuesta de acetato, tiras plásticas, marcas de tinta y cartón. ¿Está vacía? ¿Llena de sí? Sobria, sin enigma, es lo que ha de ser. Un canto a sí misma. Como no puedo llevármela a casa, guardo en ella mi admiración. En efecto, este texto es una excusa para recalar en ese primoroso objeto. Un Zahir que –como suele suceder con estas cosas– no fotografié y del que no he hallado una imagen para reproducirla aquí. Pero ahora sabemos que existe.

Escapistas de la vigilia

sleeping in classSe dice que, en circunstancias regulares, tardamos siete minutos en quedarnos dormidos. En la práctica nunca nos enteramos, la transición es evanescente. Nos rendimos al sueño sin ceremonias, como si alguien de confianza se acercara de puntillas y soplara la vela de nuestra conciencia. Cedemos las llaves y nos vamos por los tejados sin temor a perder el aliento, la identidad, a traspapelarnos en el cuaderno del tiempo. Cuán nuestros, cuán de nadie somos mientras dormimos.

Lo de “circunstancias regulares” viene a cuento por el insomnio y por cualquier demora leve en el despegue. No tiene que ver con el lugar donde dormimos, porque no hay uno por defecto. La única sede del sueño somos nosotros, su neceser, su instrumento musical. La vida en sociedad ha tratado de domesticarlo, confinándolo a la rutina y al ámbito privado. Pero la naturaleza grita: así como hay animales que jamás duermen, nosotros somos “todoterrenos” del sueño. Cuando las ganas de dormir tumban la cerca, el imperativo biológico puede más que cualquier melindre cultural.

De ahí la curiosidad que me producen quienes echan una cabezada en público. Sueltan amarras en un vagón  del Metro o en un autobús (arriesgándose a pasarse de estación, de parada, o a un robo), en un parque, en el teatro, en el cine, en una conferencia, en el trabajo o durante una clase, en las narices del profesor. Tan humanos en su ausencia presente: derrengados, boquiabiertos, atorrantes, vencidos en posiciones inverosímiles, roncando, babeando, confiando en el atávico respeto (o en la distancia, a veces más desaprobadora que púdica) que la especie muestra en tales circunstancias.

Se escabullen con la despreocupación de quien se deja flotar en una piscina o en la playa, olvidados de su peso, de su vida, de lo que sucede en la orilla, porque saben nadar, saben que regresarán. A diferencia de la natación, entregarse a la siesta en cualquier sitio u ocasión no es fruto de un aprendizaje. Aflora con la capacidad innata de dejarse ir, de espaldas a la urbanidad, a la indefensión de la inconsciencia.

El sueño y la voluptuosidad, Castor y Pólux, gemelos en perpetuo desencuentro, pero gemelos al fin. Más allá del necesario descanso, dormir nos otorga una paradójica prerrogativa: ser beneficiarios de un disfrute del que no participamos, de un placer que trasciende la sensorialidad de la vigilia. ¿Cómo y dónde experimentamos el deleite del sueño? ¿Solo lo conocemos por el “regusto” que nos deja cuando regresamos de sus no-lugares? No tengo respuesta para esto. Como durmiente, solo sé que a otro durmiente se le comprende con una empatía que involucra todo el cuerpo. Aunque ese otro sea de los que prefieren momentos y almohadas inciviles.

 

Impuntuales Anónimos

clock-craft-wall-clock-hand-clock-fashionMe pregunto quién habrá sido el primer impuntual de la historia de la Humanidad, de dónde nos viene como especie esta inexplicable rebeldía del reloj interno, esta «malacostumbre» personal contra los horarios instituidos por la vida en sociedad. Al acordar una hora (y “ser puntual” es eso: avenirse a un acuerdo mínimo en un mundo caótico) para llevar a cabo una actividad o asistir a una cita, algunos aceptan el pacto de mil amores, aunque en el fondo se sepan incapaces de cumplirlo. Obran de buena fe, pero mienten compulsivamente, sin querer queriendo.

¿Por qué será tan difícil derrotar la impuntualidad? (¿Y por qué habría que derrotarla, si es tan bella en su anarquía, si reivindica nuestra libertad?). ¿Será algo genético, una manía, un desencuentro metafísico? (Bah). ¿Por qué, en el extremo opuesto hay seres capaces de llegar temprano a todas partes? (Nunca falta un lucido). ¿Por qué otros parecen llevar las agujas del reloj como una hoja de guillotina pendiéndole sobre la nuca, y aparecen siempre in medias res con su cara muy lavada, despertando la irritación de quienes no tienen ese problema?

Como buen adicto, un impuntual dirá que no se corrige porque no puede y le dirán que no se corrige porque no le da la gana. Toda adicción es un irónico mecanismo de supervivencia y todo adicto tiende a redoblar su astucia para preservar el patrón de conducta al que se ha amañado. En el caso del impuntual, no hay paliativo que lo haga administrar su tiempo con mayor tino, planificar mejor el lapso de sus traslados. Está a merced de su conciencia cínica y su mermada fuerza de voluntad. Se hace trampa incesantemente, se sabotea de un modo lamentable y risible a la vez. Quizás haya un elemento inconsciente en ello. No el goce de llegar tarde, de desafiar una norma, pero sí la adrenalina de andar siempre contrarreloj, de poner en jaque la paciencia ajena. O bien, el fastidio a tener que esperar por los otros, la ansiedad por los minutos muertos.

Aunque lleve adelantado el reloj, se da el lujo de salir tarde, pues no se le olvida su propio truco, los minutos que pretendía hurtarle a su tardanza inveterada. Se vuelve un lince en fabricar excusas por el camino. Si sabe que en un sitio han fijado una “falsa” hora de comienzo para un evento, en atención a la idiosincrasia del público (los venezolanos, por ejemplo, tenemos fama de espectadores impuntuales o de practicar una “puntualidad tropical”), no se preocupa por aparecer temprano, pues espera que la cosa comience con retraso. Donde la impuntualidad se asume como parte de la cultura, este especimen se siente casi justificado, a sus anchas.

Claro, tampoco exageremos. Los impuntuales no son la quintaesencia del mal. Pocos entienden la euforia de un retrasado perpetuo que logra aparecer a tiempo para cumplir alguno de sus compromisos. He allí un hombre (o una mujer) que ha logrado pequeño triunfo sobre sí mismo. Pero ese nimio progreso se pierde de vista porque se espera que todos funcionemos al mismo nivel. Y porque, bueno, como ya dije, hay gente fajada que se las arregla para llegar con antelación a todas partes. Virtuosos del tiempo.

Yo, que toda la vida he luchado contra el reloj (y que durante una época incluso llegué a prescindir de él, incapaz de seguirle el ritmo), me preguntaba hace poco si mi improvisada tribu no podría asistir a grupos de Impuntuales Anónimos en busca de redención. Joder, no: sería inviable, la logística pinta muy cuesta arriba. Nada más para empezar, ¿cómo haría un grupo de Impuntuales Anónimos para fijar la hora de su sesión semanal, a sabiendas de su problema? ¿Cómo respetarían esa hora, qué poder humano los obligaría a hacerlo, si su propio deseo de cambiar no fuera suficiente? ¿Tendrían que comenzar las reuniones con los que fueran llegando? Y por ese camino, ¿qué posibilidades reales tendrían de superar su afición a las deshoras?

No sé. Me gusta pensar que los impuntuales tienen un lugar especial en los engranajes del gran reloj cósmico. Que, de algún modo (desesperante para terceros, e incluso, para muchos de los adictos) hacen su trabajo. Recuerdo que alguna vez esbocé un texto breve sobre una agencia de tardanzas, un primor de la burocracia y el manopeludismo que tenía alcance mundial y cuya labor consistía en generar eventos compensatorios, meterle «cuñas» al tiempo por aquí y por allá, para que mantuviera su proverbial exactitud. Quizás los demorados de siempre sean sus agentes de incógnito. Los hijos dilectos de Cronos, pese a su díscolo proceder.

 

Narrar el límite

5d80c4be54871ccfa9b1c8a94e22c4ff5dfdb119_mDos de nuestros momentos estelares escapan a la posibilidad de narrarlos sin convertirlos en ficción, pese a eso: a que los hemos experimentado o los experimentaremos en carne propia. Son los cabos de nuestra existencia. La memoria no nos alcanza para evocar y contar nuestro propio nacimiento. La extinción de la conciencia (y del resto de nuestras facultades fisiológicas) tampoco nos dará ocasión de relatar el proceso de nuestra muerte.

Esta última imposibilidad, no obstante, ha sido «desafiada» en circunstancias muy peculiares.

Hay testimonios de personas que han regresado tras haber estado “clínicamente muertas” por un rato. Testimonios de quienes supuestamente se han visto morir en vidas pasadas, en el transcurso de una regresión. Y testimonios de quienes que, habiendo estado expuestos a una muerte inminente por períodos prolongados (prisioneros de campos de concentración, deportistas o viajeros que han estado a punto de perecer sepultados bajo el hielo, bajo el agua, extraviados en zonas de difícil acceso, etc.), sobrevivieron. Unos y otros han referido lo que “vivieron” en ese trance.

Aunque, a lo largo de la Historia, no pocos individuos deben haberse entregado a un mórbido fantaseo sobre las circunstancias de su propia extinción, la mayoría sería incapaz de hacerlo. Está en nuestra naturaleza: nuestro reducto más altivo no asimila su eventual inexistencia. Creyéndose algo, la psique se defiende de una nada amenazadora.

En Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte (1915), Sigmund Freud explica que esa esquivez es una herencia de nuestros ancestros más primitivos:

Nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro inconsciente —los estratos más profundos de nuestra alma, constituidos por impulsos instintivos— no conoce, en general, nada negativo, ninguna negación —las contradicciones se funden en él— y, por tanto, no conoce tampoco la muerte propia, a la que solo podemos dar un contenido negativo. En consecuencia, nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte».

El deceso de otros seres humanos nos enfrenta a la inexorabilidad del asunto, nos hace sopesar (así sea de refilón) la idea de nuestra propia mortalidad. Con todo, la muerte suele parecer un asunto ajeno. Próximo, pero ajeno. La primera persona le hace fintas mientras puede.

La literatura, sin embargo, se las arregla para ponernos por delante situaciones a las que resistimos instintivamente. Hace poco leí un texto que, desde la primera persona (aunque también de un modo superficial) se prodiga en detalles sobre el instante mismo de la aniquilación: se titula “El muerto habla” y constituye la segunda parte del fragmentario relato “El sol equivocado”, incluido en el libro La vida después de Dios (1995) del narrador canadiense Douglas Coupland. Inevitablemente pensé en un texto parecido que me impresionó años atrás: los «¿Ejercicios de estilo? ¿u Oraciones para los muertos?», del diario de Eugene Ionesco. El dramaturgo rumano se limitó a esbozar formas casi idealizadas, estilizadas, de dejar este mundo; los de Coupland también son esbozos (su idea es capturar las emociones, la intensidad de la situación), pero su propuesta va un poco más allá.

Por un lado, se toma la licencia de poner al habla a seres humanos que han cruzado la línea sin retorno. Por el otro, no especula: se limita a narrar lo imaginable. Nada metafísico, solo las condiciones físicas del instante, en escenas muy «cinematográficas»:

Yo estaba en la cocina, junto a la nevera, cuando ocurrió.

VIDA DESPUES DE DIOS_lEl teléfono de pared que está junto a la nevera sonó, así que lo fui a coger en el momento en que el congelador empezó a soltar espontáneamente cubitos. Pensé que aquello era raro. A continuación una puerta de la alacena se abrió sola, mostrando los platos del interior; y luego hubo una sobrecarga de tensión en la luz del techo. El concurso que ponían en la televisión que había sobre la encimera se interrumpió de pronto, en la pantalla aparecieron bandas de colores chillones y después, puede que durante un segundo, vi a un presentador con un mapa de Islandia a sus espaldas. Respondí «diga» a la llamada, pero nadie contestó, y luego se produjo el resplandor. Un vaso de plástico de los Simpson, del Burger King, se fundió sobre la encimera; el marco de plástico negro de la tele se deformó y empezó a deshacerse. Me miré la mano y vi que el teléfono se estaba convirtiendo en barro, y noté un trozo de piel arrancada, como si fuesen tiras de pollo. Seguidamente se produjo el impulso. La ventana de la cocina estalló hacia dentro, toda brillante y soltando chispas como purpurina de un árbol de Navidad, la batidora se incrustó en la pared y las notas pegadas a la nevera empezaron a arder, y luego yo estaba muerto”.

“El muerto habla” agrupa cinco ficciones brevísimas sobre muertes violentas. Muertes causadas, presumiblemente, por una explosión nuclear. Estas ficciones registran “en cámara lenta” el momento en que todo se transforma. Parte de su logro es que, mientras las leemos, al igual que sus protagonistas, no estamos seguros de lo que está sucediendo. Y resulta inquietante. Quienes las cuentan no son voces en el límite, sino voces liminales, conciencias que experimentan sin sobresalto su propia transición, con un candor, una indefensión que raya en lo infantil. Que perciben cuán diminutas son en proporción a un universo que siempre se sale con la suya.

Cada final es representado como una súbita precipitación del orden y del ritmo de la vida. Como un pico del caos, una agudización del absurdo, reforzado por la calma con que Coupland lo organiza narrativamente.

Podríamos llamar “polaroids de la muerte” (apelando al título de otro de los libros de Coupland) a estos cuadros sobre la desintegración de la realidad. Que no del yo, porque aquí cada narrador describe la escena de su propia extinción con plena conciencia, como si fuera un mero testigo. No se permea el límite, no se intenta traducir a palabras esa íntima disolución que es nuestro anverso. Freud sonreiría ante esta última defensa, la atávica. Querer «decir» la muerte con propiedad sería un contrasentido. En el delta del sentido, precisamente.

Andante con brío

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“Una marcha en plena noche, bajo la luz de la luna, en el bosque o en el campo, deja un reguero de memoria que no se olvida fácilmente”, señala David Le Breton en su libro Elogio del caminar. Sus palabras traen a mi memoria una escena de Todas las mañanas del mundo, de Alain Corneau (1991): el joven Marin Marais va por los campos aledaños a París, tras salir de la casa de su maestro, Sainte Colombe, allá por el siglo XVII. En la noche cerrada solo se oyen sus pasos sobre un camino de tierra bordeado por árboles, durante unos segundos que parecen interminables. A duras penas se le distingue avanzando, él mismo no ha de ver casi nada; seguro le llega con mayor nitidez el bullir de sus propias preocupaciones, el reverbero en la memoria de su más reciente lección de música.

Para un espectador del siglo XXI, lo sobrecogedor sería la súbita conciencia de que la noche a la intemperie no siempre fue como la conocemos ahora, acostumbrados como estamos al alumbrado eléctrico, los automóviles y las zonas urbanizadas. A la gente del siglo XVII, esa oscurana salvaje probablemente no le inspiraba el menor temor. Por aquello del relativismo cultural, quizás sí temerían la perspectiva de surcar de madrugada una de nuestras autopistas solitarias: la vertiginosa marcha sobre el asfalto y la anemia de los postes de luz son la viva estampa de la incertidumbre, del acecho, añaden un redoble ominoso al corazón. En el libro ya mencionado, Le Breton comenta que “el asfalto no tiene historia, ni siquiera la de los accidentes que lo han marcado”. Transitamos por él a diario y, sin embargo, nada tiene que ver con nosotros. Los inmemoriales caminos de tierra, en cambio, son una historia en sí mismos, “cicatrices” holladas por numerosos seres humanos.

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elogio-del-caminarVaya usted a saber por qué me figuraba que un libro dedicado a las maravillas de andar a pie debería tener un gran formato, algo que evocara las fauces abiertas de un camino imprevisible. Contraviniendo mi imaginación, Elogio del caminar, del antropólogo francés David Le Breton (Siruela, 2011) provee la holgura de ese deleite en un «estuche» diminuto. En vez de fraguar una enciclopedia, un manual de uso o un estudio especializado, Le Breton opta por meditar sobre el “goce tranquilo de pensar y de caminar”, vertebrando un catálogo con las andaduras de paseantes casuales y flâneurs (esos que, a decir de Walter Benjamin, “van a hacer botánica al asfalto”) y con viajes a pie de más largo aliento, emprendidos por expedicionarios, trotamundos y peregrinos.

El texto convoca a caminantes de postín, como Robert Louis Stevenson, Basho, Henry David Thoreau, Arthur Rimbaud y Friedrich Nietzsche; y a modestos héroes sobre el terreno, como el conquistador español Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el cónsul británico Richard F. Burton, el viajero francés René Caillié y, su coterráneo, el aventurero Michel Vieuchange, quienes se pusieron a prueba física y moralmente en sus periplos por regiones inhóspitas.

Con sus pasos, estos hombres escribieron páginas doradas de una práctica que en el mundo contemporáneo supone “una forma de nostalgia o resistencia”. Al respecto, Le Breton nos hace conscientes de una terrible ironía: pese a ser un caminante nato, el hombre nunca se ha desplazado menos sobre sus pies que por estos días. Como pasatiempo, las caminatas parecen hoy un anacronismo, desalentado por la hostilidad de las grandes ciudades y por esa prótesis que son los vehículos, los cuales ofrecen mayor libertad de movimiento al precio de atrofiar nuestro “cuerpo a cuerpo” con el mundo. Y es que, como afirmara William Faulkner, “un paisaje se conquista con las suelas del zapato, no con las ruedas del automóvil”.

Amén de su eficacia, no olvido el “remedio casero” que en mis días de tesista me confió una profesora de la universidad: si te sientes embotada, en vez de empeñarte inútilmente en proseguir tu tarea, abandónala en el acto y sal a dar un paseo por los alrededores; eso bastará para que los átomos vuelvan a agitarse a un ritmo propicio. En sus Confesiones, Jean Jacques Rousseau (1770) revela un funcionamiento análogo: “Es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu”. Recuerdo también al psicoanalista Edward Whitmont, quien en su libro El retorno de la diosa: el aspecto femenino de la personalidad (1998) contaba que, cuando quería saber lo que sentía, se ponía al piano. Yo no sé tocar piano, pero cuando quiero despejarme, me largo a caminar. Y rara vez he regresado en el mismo estado que estaba antes de salir. De algún modo, la caminata nos transforma.

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bodySegún David Le Breton, cuando caminamos “vivimos el cuerpo”. Estamos en ello con todos los sentidos, lo cual lo convierte en el antídoto perfecto de la cotidianidad y de cualquier otro letargo funcional que debilite nuestro estar en el mundo. Al mismo tiempo, constituye una discreta celebración de la existencia, un ser “sin más”, momentáneamente liberados de la angustia del propósito, como lo expresa Henry Miller en Trópico de Capricornio: “…ser humano solo de un modo terrestre, como una planta, un gusano o un arroyo”. Caminar por el puro placer de hacerlo es un ejercicio soberano: nada dicta los movimientos de nuestro cuerpo, la elección de nuestro itinerario, la velocidad o el ritmo de la marcha, los detalles en los que posamos nuestra atención.

“El hombre se entrega a su propia resistencia física y a su sagacidad para tomar el camino más adecuado a su planteamiento, el que le lleve más directamente a perderse si ha hecho del vagar su filosofía primera, o el que le lleve al final del viaje con la mayor celeridad si se contenta simplemente con desplazarse de un lugar a otro”.

El trayecto se ofrece como “una selva de indicios”, “una biblioteca sin fin”, una serena investigación del mundo y de nosotros mismos. Lo que no somos dialoga con lo que somos, con nuestro origen y con el sentido que perseguimos. Hacerse al camino, a la deriva, implica abandonar nuestra zona de confort (en palabras de André Gide: “La gente no puede descubrir nuevas tierras hasta que tenga el valor de perder de vista la orilla”) y allegarse a otras formas de conocer, que se combinan con las que reposan en nuestro cerebro y en nuestra alma. No solo creamos nuevas conexiones neuronales, sino que a medida que nuestro cuerpo avanza, nuestra alma sella nuevos vínculos y maneras de vincularse con lo que nos rodea.

“La relación con el paisaje –dice Le Breton– es siempre una emoción antes que una mirada”. Eso es lo que hace tan personal –así vayamos con otros– la experiencia del camino, que guarda respuestas diferentes para cada quien. Y, hasta cierto punto, también explica la doble relación que algunos visitantes establecen con los lugares a los que regresan una y otra vez a lo largo de los años: aunque el sitio y la persona se reconozcan como viejos amigos, inevitablemente, en cada encuentro se relacionarán con un ánimo distinto.

Asimismo, en el contexto de reconexión sensorial que genera el caminar, los gestos habituales y las cosas cobran nuevos significados. Por ejemplo, la bebida que restablece al caminante difícilmente se apreciaría con la misma intensidad en circunstancias ordinarias. El cansancio, usualmente desagradable, resulta casi sabroso. De su “redescubrimiento de la espesura sensible del mundo”, el andariego regresa tocado, cargado de sensaciones, como esas plantas cuyas hojas pesan frescas por las gotas de la lluvia reciente.

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Capítulo aparte son las largas marchas de la mente y aquellas que se hacen a cuenta del espíritu. Las primeras no parecen menos agotadoras, menos ricas, ni menos liberadoras que las físicas, como la del militar Xavier de Maistre, autor de Viaje alrededor de mi habitación (1846). A las segundas, itinerancias de peregrinos y monjes anónimos, se les describe hermosa y lacónicamente como “plegarias efectuadas con el cuerpo”. Por contraste, Le Breton comenta que llegó a darse el caso de ricos astutos que pagaban para que otros peregrinaran en su nombre, una práctica insólita –por su mezcla de buena fe, estupidez y descarada comodidad– que me remitió a las correrías de otro “viajero vicario”, protagonista de una novela del húngaro Peter Esterházy.

La lectura de Elogio del caminar no solo invita a repensar nuestra experiencia personal como viandantes; también despierta recuerdos sobre caminantes de ficción, caminatas de antología, trayectos anodinos que, por cualquier razón, se han prendido a la memoria. Fue así como pensé en Travis, el protagonista amnésico de París, Texas, de Wim Wenders, quien fatiga el desierto con sus pasos durante varios días, en una de las más ásperas metáforas cinematográficas de la huida hacia sí mismo de las que tengo noticia. En otra oportunidad recordé esos personajes de las películas de Woody Allen que van dialogando (a menudo con el propio Allen) mientras caminan por Central Park (o más recientemente, por algún rinconcito encantador de Barcelona, París o Roma), en una versión light del discurrir de Aristóteles y sus discípulos por los jardines de la Academia. Y más tarde me vino a la mente el triste triángulo amoroso de unos peregrinos en “Talpa”, uno de los cuentos de El llano en llamas, de Juan Rulfo.

Pero lo que, en definitiva, nos propone Le Breton es la reconquista de un privilegio de la especie, de una accesible vía de autoconocimiento. Recobrar la voluptuosidad y la lúcida embriaguez de la marcha a pie. Lanzar nuestro cuerpo por los rumbos como una pregunta, ofreciendo una escucha radical, dejando que el camino resuene en nosotros, que lo otro nos ande.

 

david-le-bretonDavid Le Breton (1953) es sociólogo y antropólogo, profesor de la Universidad de Estrasburgo y miembro del Instituto Universitario de Francia. Como investigador se ha especializado en las representaciones del cuerpo humano. Es autor de más de veinte libros, así como de numerosos artículos. Destacan en su bibliografía: Corps et société; Anthropologie du corps et modernité; Des visages; Passions du risque; La Chair à vif; L’Adieu au corps; Signes d’identité y La Peau et la Trace; y traducidos al español: Antropología del dolor y El silencio, aproximaciones. Elogio del caminar se publicó originalmente en el año 2000.