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Horas de vida divina

ImagenNo recuerdo donde lo leí o en qué película lo vi. Solo sé que la expresión me pareció tan deliciosa que sonreí desde muy adentro, regocijándome en un vago reconocimiento. Ocurría del modo más natural: llegada la hora de dormir, una madre alzaba en brazos a su hijo de seis o siete años, que estaba jugando sobre la alfombra de la sala con la concentración de un profesional.

Y le anunciaba: “Vamos, que ya es hora de tu vida divina”.

La madre se refería al sueño, fundamental para el crecimiento, el descanso y el desarrollo de la imaginación de todo niño. Pero sus palabras también le hacen justicia a ese momento evanescente en que los adultos cruzamos el paralelo hacia nuestra mayor libertad (o hacia cualquier esclavitud amorosamente autoimpuesta).

Arrinconando la fatiga, las dificultades habituales, las preocupaciones del día inmediato, nos instalamos en una mezzanina de lo cotidiano, un territorio donde somos del todo nuestros, del todo fieles. Nos asumimos “amantes bandidos” de un oficio o de un pasatiempo, con el rigor del caso. Lo que para otros son “horas extra”, para nosotros es el momento estelar de la jornada. Las noches se elongan, cómplices, acogedoras en la soledad o el silencio, mientras hundimos las manos, la conciencia, el brío en paraísos de nuestra exclusiva exigencia o indulgencia.

Muchas o pocas (casi siempre menos de las que querríamos; pero, ¿no es por eso, hasta cierto punto, que las aguardamos con ansiedad?), nuestras horas de vida divina son aquellas que conseguimos hurtarle a las ocupaciones que nos brindan el sustento, para dedicárselas a lo que nos es más caro, lo que nos compele, define y motiva. Y no tememos extenuarnos en su transcurso porque sabemos que lo que nos desgasta de la labor también consigue –por obra de una transmutación misteriosa– restañarnos, dotarnos de nuevas y mejores fuerzas. Aunque artificiosa (y quizás no muy lejana de la concepción romántica del arte por el arte), la sola idea del tiempo “robado”, del tiempo “reconducido” resulta estimulante: es una manifestación de voluntad, de lo que estamos dispuestos a hacer por la dieta del espíritu.

Aquel primer cuaderno

El fin de semana entré a curiosear con un amigo en una conocida tienda de artículos “de diseño” para el hogar y quedé colgada con la selección de papel tapiz, que me devolvió a mi más tierna infancia, a mi prehistoria de escritora.

El papel tapiz de filigranas (en amarillo, beige, rosa y chocolate) que recubría mi antiguo cuarto fue mi primer cuaderno, mi cueva de Altamira. Quién sabe cuándo habrá sido la primera vez que agarré un lápiz por mi cuenta para expresarme; el hecho es que mis marcas -al principio, garabatos inintelegibles pero entusiastas- iban ascendiendo, reproduciéndose como helechos, atentando contra el patrón vertical del papel, que por entonces tendría a lo sumo una década, la edad del edificio.

Cuando llegué a la adolescencia, aquella capa de tonos pasteles del «cuarto amarillo» (como lo llamaban mis padres, aparejándolo con uno de los baños, el de baldosas amarillas) comenzaba a desprenderse en algunas zonas y en otras ya estaba bastante «anotada» por mí… así que no tuve el menor prurito en empezar a usarlo como block. Tal cual: comencé a arrancarlo por pedacitos, al ritmo de mis necesidades creativas, anticipándome a su ruina total, apurándola. Y, por falto de urbanidad, por salvaje que pueda parecer, esos pedacitos los usaba para apuntar cosas: ideas que se me ocurrían, teléfonos, recordatorios de asuntos «importantes»… O lo descascaraba casi sin darme cuenta, por manía, mientras escuchaba música o mientras pensaba, pensaba, pensaba.

¿Acaso habría perpetrado algo así en mi piel de haber tenido ocasión? ¿Habría ido arrancando pedazos, se regeneraran o no, haciendo de mi cuero una Moleskine en jirones?

«La barbarie comienza por casa», dice una canción de los Smiths. También la educación. En el hogar, en tus primeros años, también eres un embrión, el germen de algo que solo el tiempo dirá. En mi caso, el tiempo determinó que ingresara a la universidad. No sé bien por qué (quizás necesitaba más espacio para generar más sueños y más basura), pero empecé a necesitar un cuarto más grande. Pronto me mudé del cuarto amarillo y, así, me fui un poquito de mi infancia. Y me dejé de gestos vandálicos.

Para entonces, el deterioro del papel tapiz se había vuelto una emergencia estética. A propósito de mi mudanza intrahogareña, mis padres decidieron arrasar con lo que quedaba del otrora recubrimiento decorativo y sustituirlo por pintura de caucho, como hacía todo el mundo. Hacía rato que el papel tapiz había pasado de moda (como la Formica, el Konker, las cortinas de baño y todos esos materiales medio kitsch que tuvieron su cuarto de hora en los hogares de clase media y trabajadora entre los sesentas y los ochentas).

Cuando llegó el día en que desollarían aquellas queridas paredes con litros de agua caliente (y la ayuda de una espátula y un haragán), les pedí a mis padres que me dieran la oportunidad de salvar algunos fragmentos de mi atípico cuaderno. Me metí en el cuarto, elegí lo que merecía ser preservado (o lo que se podía salvar: si no había retirado antes algunos trozos, era porque permenecían tercamente adheridos a los muros… lo que prueba que la metilcelulosa es más fuerte que el odio); y con las uñas empecé a arrancar lo que se ofrecía, hasta que me di cuenta de que aquello no tenía sentido.

Si yo había empezado a escribir alguna vez sobre aquel papel era porque no le tenía el menor respeto, porque me parecía horrendo, desechable, digno de ser saboteado. Cualquier vaina. ¿A qué venía entonces mi nostalgia? ¿Qué era esa dignidad restrospectiva que le confería?

Vaya farsa.

Mucho antes de visitar la tienda de la que les hablaba al inicio de este texto, ya sabía del regreso del papel tapiz como tendencia decorativa. Y lo celebré. Pero también me di cuenta de algo triste: esta nueva generación de papel tapiz no provoca rayarla, escribirle nada («intervenirla», diría un artista; «joderla», diría mi mamá). Es tan bonito que no dan ganas, en serio. Ni como venganza, ni como digresión funcional. Claro está, habría que sondear la opinión de los escritores en proyecto, esos amanuenses cavernícolas que por estos días van al kinder y que aprenden a sostener el lápiz casi tan pronto como a manejar el ratón y el teclado de un ordenador.