Éramos magos y no lo sabíamos

El pasado 2 de julio se cumplieron 135° años del natalicio del escritor Hermann Hesse, señor de un entrepiso de la mente y el espíritu situado al margen del tiempo. Recuerdo haber leído con fruición El lobo estepario, Demian, Bajo las ruedas… Y sin embargo, encuentro engañosa la diafanidad de su estilo. Es como asomarse a las aguas de una laguna, cuya calma no permite sospechar su hondura.

También por eso lo admiro.

Hace una década, Hesse me apaleó: no logré pasar de las primeras páginas de El juego de abalorios. Luego sabría que no había sido la única, que la novela es un hueso duro de roer.

El sábado tropecé con otro texto del maestro alemán que mitigó esa frustración. Se trata del relato Infancia del mago, de 1923. Así comienza:

Una y otra vez retorno hasta tu fuente, encantadora leyenda de otro tiempo; escucho en la lejanía tu áureo cantar: cómo ríes, cómo sueñas, cómo lloras dulcemente. Desde tu profundidad susurra la mágica palabra de advertencia; yo estoy como ebrio y dormido, y tú me llamas una y otra vez…

Nunca había leído frases de nostalgia más felices.

El mago evoca la atmósfera de encantamiento en la que transcurrió su niñez. La hace trascender su anecdotario personal hasta convertirla en un himno universal al paraíso perdido de la infancia. Nos recuerda que haber sido niño es haber sido uno con el mundo. Un amo –como el Kublai Kan de Las ciudades invisibles– cuyo poder radicaba en el desconocimiento de la extensión de sus dominios.

Para cada uno de nosotros, el mago hace chirriar esa puerta que el paso de los años había vuelto invisible. La de un lugar a medio camino entre lo histórico y lo imaginario, una estancia mítica. Aquella sensación de plenitud, de comunión con el mundo y de todoposibilidad que experimentamos alguna vez. La habilidad de oler misterio por doquier, de sospechar delicia o terror en cualquier cosa.

Sería simplista llamarlo “inocencia”.

Imposible no referirme al acompañamiento gráfico del relato, subtitulado “un cuento autobiográfico escrito, ilustrado y comentado por Peter Weiss”. ¡Nada más y nada menos que por el famoso dramaturgo Peter Weiss (que en sus inicios fue pintor)! Esta edición es de Oscar Todtmann, de 1997. Junto al texto, ofrece una versión en facsímil, traducida, caligrafiada y con las pequeñas ilustraciones de Weiss, a la manera de un libro iluminado. No es especialmente bonito pero resulta curioso. Le otorga un aire de documento a la historia.

 

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