Encuentros favoritos con autores indeseados

Hace poco publiqué «Encuentros indeseados con autores favoritos», donde me refería a quienes –contrariando una pulsión común– declinan conocer personalmente a sus autores predilectos. Decía allí que, movidos por razones éticas o por alguna neurosis (¿un pudor numinoso que anida de la letra pequeña del contrato ficcional?), no todos queremos ver de cerca a nuestros ídolos literarios, ni estrechar su mano, ni conversar con ellos.

Pero las cartas parecen un «romántico» término medio. Una trinchera y un brazo de extensión al mismo tiempo.

Estoy pensando en esos lectores que, desafiando la autoridad incontestable que emana de lo impreso y de la figura del autor, no temen zamparse en el buzón de correo (físico o electrónico) de sus escritores favoritos. Con cartas (o e-mails) en las que les plantean inquietudes sobre su obra, por decir lo menos. Piezas en las que pueden llegar a confundir realidad y ficción. Misivas halagadoras o insultantes, beatíficas o terroristas.

Se supone que un libro es la primera y la última palabra sobre sí mismo, y que lo que se genera en torno a él (las opiniones de los lectores, la crítica, e incluso, la tácita oposición o simpatía que pueda hallar en otros libros) es mero comentario. La literatura es un tipo de comunicación –un diálogo– que ocurre siempre en diferido, pues el lector no existe mientras el autor escribe, y cuando el lector existe, cuando lee, el autor ya no está más que en espíritu.

Si el escritor quisiera una comunicación inmediata, instantánea, habría escogido una forma de representación artística que se lo permitiera. Sin embargo, eligió una que supone tomar cierta distancia de aquellos a los que aspira llegar. Una distancia que la correspondencia (como metatexto de la obra) tiende a allanar, para bien o para mal.

En vez de hablar de felices casos célebres –como podrían serlo las Cartas a un joven poeta, fruto del intercambio entre Rainer Maria Rilke y Franz Xaver Kappus– me apetece referirme aquí a un ejemplo ficcional que recuerdo con humor y horror, y que seguramente ha de tener resonancias en la realidad. Lo registra el capítulo “Segundos hijos, segundas novelas, segundo amor” de El mundo según Garp, novela del escritor estadounidense John Irving.

En su adultez, T. S. Garp –protagonista del libro– se convierte en escritor. Luego de conocer el éxito con Tardanza, publica El segundo pedo del cornudo, acerca de dos parejas casadas y con defectos físicos que viven una aventura. Esta segunda novela (escrita en clave de comedia y vagamente basada en una situación de intercambio de parejas de la que el autor acaba de salir) es un estrepitoso fracaso, al que seguirán algunos vanos intentos de nuevas obras.

En medio de su crisis creativa, Garp se dedica furiosamente a contestar y a escribir cartas, algunas de ellas muy amargas, como aquellas en las que reclama a su editor que la insuficiente promoción de su segundo libro. Algunas de sus contestaciones son para cartas que ni siquiera le están destinadas: las misivas amenazadoras que recibe su madre, Jenny, una enfermera que también es escritora y activista feminista. Garp se involucra tanto en esta labor que su mujer le dice: “Te estás convirtiendo en un asistente social”. Incluso se ofrece a contestar las violentas cartas que una enfermera transexual –ex basquetbolista y compañera de trabajo de su madre– recibe de su ex novio.

En algún momento, el escritor comienza a recibir su propia correspondencia intimidatoria, de una lectora ofendida por El segundo pedo del cornudo: la señora Irene Poole, de Findlay, Ohio. Dice Irving que era “exactamente lo que Garp necesitaba para emerger de su depresión”: que lo malinterpretaran.

Distinguido señor mierdoso [escribió la parte ofendida]:

»He leído su novela. Usted parece encontrar divertidos los problemas de los demás. He captado su visión del mundo. Supongo que con su mata de pelo puede reírse de los calvos. En su cruel engendro se ríe de la gente que no puede tener orgasmos, de la gente que no tiene la bendición de un matrimonio feliz, de la gente cuyos cónyuges son infieles. Tendría que saber que las personas que tienen estos problemas no creen que todo sea tan divertido. Observe el mundo, mierdoso, es un lecho de dolor, la gente sufre y nadie cree en Dios ni educa bien a sus hijos. ¡Usted, mierdoso, no tiene ningún problema, de modo que puede reírse de la pobre gente que los tiene!

Sinceramente

Sra. I. B. Poole

Findley, Ohio

La lectora se vende muy fácil. Cabe imaginar que todo de lo que acusa a Garp la toca de cerca.

Comienza así un hilarante intercambio postal, en el que Garp intenta aclarar que su intención literaria no es burlarse de nadie. Explica lo mejor que puede su visión del mundo, cómo están entrelazados la alegría y el dolor, cómo la risa se relaciona con la desesperación y la compasión, cómo se puede ser cómico y serio a la vez. Sus argumentos me traen a la memoria El nombre de la rosa: todas esas muertes causadas por una lectura errada de Aristóteles, por un prurito psicopático respecto a la risa.

(Perdón por el spoiler, pero a estas alturas eso ya lo sabe medio mundo, bien porque haya leído el libro o visto la película, o porque se lo contaron o lo leyó en Wikipedia).

Muchas circunstancias de la vida parecen animadas por un gran absurdo… y el absurdo es trágico y risible a la vez. Pero Garp no tiene la culpa. Garp solo se hace eco de ello en su ficción. Que eventualmente parezca tomar partido por la risa tiene que ver con la predisposición de la señora Poole. Bueno, lo cierto es que sí toma partido por la risa… Pero no lo hace con intención de burlarse. Su humor es un comentario subyacente de lo narrado y puede llegar a ser muy serio.

Hay que reconocer que, en su bienintencionada respuesta a la señora Poole, a Garp se le va un poco la mano. Entre las justificaciones “morales” de su proceder literario intercala un cuento terrible, sobre la boda de unos hindúes y la muerte de un elefante y de un hombre pobre durante la fiesta de la boda. Eso solo enturbia más el asunto. Y para colmo remata la carta así:

Abrigo la esperanza, señora Poole, de haber esclarecido mejor lo que pretendo expresar. En cualquier caso le agradezco el tiempo que ha empleado en escribirme, porque valoro la comunicación con mis lectores… aunque sea crítica.

Sinceramente suyo,

Mierdoso

Después de este primer asalto, cartas van, cartas vienen, cada vez más breves y más tóxicas. Hasta que Garp termina mandando a la señora Poole y a su marido (que acaba atravesado en la controversia) a la mierda. Literalmente.

La anécdota no aspira a una moraleja. Solo ilustra con ferocidad el diálogo de dos personas que, creyendo referirse a lo mismo, hablan de cosas distintas. Un autor y su lectora en breve relación epistolar.

Los autores solo pueden hacerse responsables por lo que dicen (o al menos, por aquella parte de lo que dicen de la que son conscientes, o cuyas implicaciones resultan obvias). ¿Cómo podrían ser responsables por lo que los lectores entienden? Y sin embargo, sobre esa ambivalencia (o mejor, polivalencia) del sentido, sobre ese arriesgarse a magníficos o pavorosos malentendidos, se asienta la fascinación de la literatura.

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