Etiquetado: escritura

Aquel primer cuaderno

El fin de semana entré a curiosear con un amigo en una conocida tienda de artículos “de diseño” para el hogar y quedé colgada con la selección de papel tapiz, que me devolvió a mi más tierna infancia, a mi prehistoria de escritora.

El papel tapiz de filigranas (en amarillo, beige, rosa y chocolate) que recubría mi antiguo cuarto fue mi primer cuaderno, mi cueva de Altamira. Quién sabe cuándo habrá sido la primera vez que agarré un lápiz por mi cuenta para expresarme; el hecho es que mis marcas -al principio, garabatos inintelegibles pero entusiastas- iban ascendiendo, reproduciéndose como helechos, atentando contra el patrón vertical del papel, que por entonces tendría a lo sumo una década, la edad del edificio.

Cuando llegué a la adolescencia, aquella capa de tonos pasteles del «cuarto amarillo» (como lo llamaban mis padres, aparejándolo con uno de los baños, el de baldosas amarillas) comenzaba a desprenderse en algunas zonas y en otras ya estaba bastante «anotada» por mí… así que no tuve el menor prurito en empezar a usarlo como block. Tal cual: comencé a arrancarlo por pedacitos, al ritmo de mis necesidades creativas, anticipándome a su ruina total, apurándola. Y, por falto de urbanidad, por salvaje que pueda parecer, esos pedacitos los usaba para apuntar cosas: ideas que se me ocurrían, teléfonos, recordatorios de asuntos «importantes»… O lo descascaraba casi sin darme cuenta, por manía, mientras escuchaba música o mientras pensaba, pensaba, pensaba.

¿Acaso habría perpetrado algo así en mi piel de haber tenido ocasión? ¿Habría ido arrancando pedazos, se regeneraran o no, haciendo de mi cuero una Moleskine en jirones?

«La barbarie comienza por casa», dice una canción de los Smiths. También la educación. En el hogar, en tus primeros años, también eres un embrión, el germen de algo que solo el tiempo dirá. En mi caso, el tiempo determinó que ingresara a la universidad. No sé bien por qué (quizás necesitaba más espacio para generar más sueños y más basura), pero empecé a necesitar un cuarto más grande. Pronto me mudé del cuarto amarillo y, así, me fui un poquito de mi infancia. Y me dejé de gestos vandálicos.

Para entonces, el deterioro del papel tapiz se había vuelto una emergencia estética. A propósito de mi mudanza intrahogareña, mis padres decidieron arrasar con lo que quedaba del otrora recubrimiento decorativo y sustituirlo por pintura de caucho, como hacía todo el mundo. Hacía rato que el papel tapiz había pasado de moda (como la Formica, el Konker, las cortinas de baño y todos esos materiales medio kitsch que tuvieron su cuarto de hora en los hogares de clase media y trabajadora entre los sesentas y los ochentas).

Cuando llegó el día en que desollarían aquellas queridas paredes con litros de agua caliente (y la ayuda de una espátula y un haragán), les pedí a mis padres que me dieran la oportunidad de salvar algunos fragmentos de mi atípico cuaderno. Me metí en el cuarto, elegí lo que merecía ser preservado (o lo que se podía salvar: si no había retirado antes algunos trozos, era porque permenecían tercamente adheridos a los muros… lo que prueba que la metilcelulosa es más fuerte que el odio); y con las uñas empecé a arrancar lo que se ofrecía, hasta que me di cuenta de que aquello no tenía sentido.

Si yo había empezado a escribir alguna vez sobre aquel papel era porque no le tenía el menor respeto, porque me parecía horrendo, desechable, digno de ser saboteado. Cualquier vaina. ¿A qué venía entonces mi nostalgia? ¿Qué era esa dignidad restrospectiva que le confería?

Vaya farsa.

Mucho antes de visitar la tienda de la que les hablaba al inicio de este texto, ya sabía del regreso del papel tapiz como tendencia decorativa. Y lo celebré. Pero también me di cuenta de algo triste: esta nueva generación de papel tapiz no provoca rayarla, escribirle nada («intervenirla», diría un artista; «joderla», diría mi mamá). Es tan bonito que no dan ganas, en serio. Ni como venganza, ni como digresión funcional. Claro está, habría que sondear la opinión de los escritores en proyecto, esos amanuenses cavernícolas que por estos días van al kinder y que aprenden a sostener el lápiz casi tan pronto como a manejar el ratón y el teclado de un ordenador.

Autismo textual: ¿un mal (in)necesario?

Las ideas brillantes no siempre vienen en un estuche que las favorece. De vez en cuando la academia nos invita a obviar una prosa caótica o «esotérica», y a rendirnos ante aquello para lo que su autor sí tiene talento, y del bueno: el desarrollo teórico. ¿Acaso es mucho pedir que quienes producen conocimiento procuren hacerse entender?

“Piensa como piensan los sabios, mas habla como habla la gente sencilla” – Aristóteles

Sucede a menudo: abrimos un libro, comenzamos a leerlo y, al margen de nuestras expectativas, quizás no tenemos mucha idea sobre lo que nos habla. Nos sentimos ligeramente desubicados, así estemos al tanto del tema y los antecedentes, así hayamos acometido esta lectura tras varias recomendaciones y comentarios. Algo similar sucede cuando comenzamos el lento proceso de conocer a alguien, de familiarizarnos con su manera de ser.

Esa extrañeza inicial es normal, sobre todo al abordar una ficción: lo más parecido a despertar en un sitio desconocido. Pero la experiencia nos dice que poco a poco se irá estableciendo cierta familiaridad. Es por eso que no la abandonamos fácilmente, que le damos un margen mientras se construye el puente. O bien, porque existe una obligación de por medio: tal vez esa lectura sea un requerimiento académico o profesional.

Hay casos en los que el puente no aparece jamás. No hablamos ya de ficción (que es un terreno más subjetivo), sino de textos teóricos. A medida que avanzamos en esas páginas, nos agotamos tratando de descifrar parrafadas abstrusas: lo único que comprendemos es la frustrante imposibilidad de establecer una conexión.

¿Será que no estamos preparados para enfrentarnos a ese texto? ¿Acaso no tenemos los conocimientos o la capacidad suficiente para “hincarle el  diente”? De no ser eso, de considerarnos lectores capaces y lo bastante informados, no es absurdo suponer que la falla esté del otro lado del río.

Los teóricos no son infalibles en lo formal. Para empezar, un teórico no es un escritor de oficio. En su área de conocimiento, es un experto especialmente bueno en identificar problemas y resolverlos. Expone y discute asuntos de su competencia basado en un nutrido repertorio de nociones y experiencias. En un sentido más amplio, es alguien que a partir de su erudición, su esfuerzo intelectual y su creatividad, descolla entre sus pares por su habilidad para identificar o generar estructuras novedosas en el estudio de viejos saberes, arrojando otra luz sobre éstos.

Habría que distinguir aquí, al menos, entre tres figuras, tres idiosincrasias: la del teórico, la del especialista y la del divulgador.

El teórico es un especialista capaz de ir más allá del saber establecido, planteando aspectos que contribuyen a profundizar o ampliar sus linderos.

El especialista no necesariamente pondrá sobre la mesa planteamientos renovadores, pero maneja su área de experticia, la investiga y tiene autoridad plena en ella, a diferencia del profano.

El divulgador puede ser o no un especialista (más raramente un teórico) cuyo fuerte es traducir el conocimiento especializado para hacerlo accesible al público. Los métodos que emplea a menudo sacrifican el rigor académico para lograr su cometido.

Del teórico o especialista entregado a elaborar aportaciones útiles, innovadoras, o incluso revolucionarias para su campo de estudio, sería deseable que pudiese ofrecerlas mediante un discurso inteligible. A fin de cuentas, ¿de qué sirve un conocimiento que no puede transmitirse? Lo cierto es que, amurallados en el prestigio profesional que les confiere el dominio de su materia, no pocos productores de conocimiento se limitan a presentar constructos sin preocuparse porque estos sean efectivamente comunicables.

El éxito del divulgador radica, precisamente, en su capacidad de comunicar, de hacer que el conocimiento luzca «fácil», atractivo para audiencias más amplias. Pero de allí también proviene su mala fama, la desconfianza con que se le observa desde los círculos especializados, donde no es lícito suprimir la cafeína de los textos teóricos.

He aquí la médula de esta reflexión: la teoría puede y ha de ser “dura”, todo lo rigurosa que amerite, pues de su rigor emana parte de su legitimidad; un rigor del que suelen carecer las versiones “predigeridas” para la divulgación. Con todo, la comunicabilidad es una característica que los teóricos más duros no deberían perder de vista, sin desmedro de la complejidad de sus aportes. Se debería aspirar a cierta heterogeneidad: ser conceptualmente fuerte y, al mismo tiempo, valerse de una expresión lo más diáfana y afable posible.

Las quejas de los estudiantes sobre el “autismo textual” de ciertos autores pueden suscitar dudas acerca del bagaje intelectual (e incluso la actitud) con que se aproximan a su obra. Pero, ¿quién dudaría de las quejas de los profesores? Algunos admiten lo insondables que hasta para ellos resultan algunos libros; a veces, obras que la academia considera fundamentales para el estudio de ciertas materias y de las que algunos pasajes se resisten a ser decodificados, traídos de vuelta al mundo del sentido pleno, debido a un lenguaje que linda con lo arcano. Son esos libros que llamamos “ladrillos”, no tanto por su cantidad de páginas como por su densidad conceptual y expositiva.

Con frecuencia, los prefacios de las obras especializadas dan cuenta del agradecimiento de sus autores por la colaboración que les han prestado colegas, amigos o familiares (o incluso, el editor) haciéndoles observaciones que los han ayudado a mejorar o a hacer más diáfanos sus textos en diversos aspectos. Una humildad que da frutos: el experto admite que la expresión del producto que ha generado es perfectible, que escapa de algún modo a su dominio, y que gracias a la intervención de otras personas ha podido pulirse, logrando mayor nitidez.

Los creadores literarios pueden darse el lujo de ser misteriosos o ambiguos, queriendo o sin querer. Un teórico puede ser creativo pero, al final, su trabajo es dejar saber, precisar, mostrar. Lo inextricable no tiene lugar donde se construye o se transmite conocimiento.

¿Quién querría participar en una carrera por ver quién provee el texto más inaccesible, el ladrillo más pesado? ¿Quién desea alimentar una tradición de armatostes que solo es posible recuperar fragmentariamente para poderlos aplicar y que, en ocasiones, dan pie a «piedras de Rosetta», obras de segundo nivel que descifran, apostillan o desmenuzan los originales para hacerlos digeribles?

Aunque la maldad intelectual existe, creo que nadie se propone esto deliberadamente. Toda teoría es una manera de acercarse a la configuración y funcionamiento de algún aspecto de lo real y, al mismo tiempo, manifiesta la muy humana voluntad de compartir con otros algo que se ha fraguado a través de un esfuerzo personal, ya sea para vanagloriarse ante el gremio de lo que uno es capaz de hacer o para proporcionar a los congéneres herramientas o informaciones que les permitirán ampliar su comprensión del mundo.

La comunicabilidad del conocimiento se alcanza a través de una expresión clara; eso que Pound, en el ámbito literario, llamaba «la eficiencia del lenguaje» y que requiere una organización previa del pensamiento; algo que en teoría no debería ser problema para los expertos, habida cuenta de la sistematicidad que exige la construcción del saber. Pero no es este el único requisito, el único recurso.

¿Por qué no abrirse a ciertas licencias, recurrir a una prosa donde lo técnico ceda a uno que otro vuelo imaginativo, al tono ameno; no el que intenta granjearse amistades, sino que amortigua el trauma del metalenguaje aplicado? ¿Y qué hay de lanzar de vez en cuando el cable a tierra? A fin de cuentas, toda abstracción teórica tiene como prueba y como puerto el reino de lo concreto, de lo cognoscible.