Emanuela y el gato

22 de junio de 1983: una quinceañera romana sale a su clase de flauta y desaparece.

14 de mayo de 2012: Exhuman el cadáver de un gángster enterrado en una iglesia tras ser abaleado por una pandilla rival en 1990.

Nadie sabe desde cuándo (ni hasta cuándo): fiestas clandestinas en el Vaticano.

Suena a trailer de película, ¿cierto? Pero la película todavía no existe y la realidad aún no ha presentado la solución del rompecabezas.

(Los tres hechos antes mencionados son reales).

Habría que ver quién “resolvería” con más imaginación el caso de Emanuela Orlandi: si la vida o un eventual guionista. Por ahora, la pelota está en manos del público… ejem, de la opinión pública.

Las historias de desaparecidos suelen causar cierto morbo debido a los espacios en blanco que su destino deja a merced de la imaginación. Un desaparecido es como el gato de Schröedinger: mientras no se abre la caja, no está vivo ni muerto. Condición pavorosa. Se les busca durante años, entre la desesperación y una languideciente esperanza, pero el pathos no puede prolongarse, tiende a extenuarse en su indefinición. La ley estatuye plazos para declarar muerto a alguien a quien ya no cabe seguir aguardando: se trata de una solución meramente legal, pues en el plano afectivo el duelo queda siempre irresuelto, abierto ante la imposibilidad de determinar adónde fueron a dar los restos de la víctima, cómo terminó sus días, por qué se borró de la faz de la Tierra y si hay culpables.

No me refiero aquí a la desaparición sistemática de personas por causas políticas (una experiencia que alcanza su mayor intensidad en países que han estado sometidos a regímenes dictatoriales, y cuyas víctimas se cuentan por miles), sino a esas desapariciones puntuales, aleatorias, en tiempos de paz y libertades plenas, de las que siempre cabrá dudar hasta qué punto fueron involuntarias. Anónimas, como la padre de familia que una tarde salió a comprar pan o cigarrillos y no regresó jamás (un comentario jocoso que debe tener su triste base real). O célebres, como las del escritor y piloto Antoine de Saint Exupèry, autor de El Principito, o las de los músicos Jim Morrison (cuya tumba vacía en Pere Lachaise ha desatado conjeturas y leyendas urbanas, llegando al punto de asumirlo vivo) y Richey Edwards, quien fuera guitarrista de Manic Street Preachers.

La italiana Emanuela Orlandi podría pertenecer al bando de los anónimos si no fuera por la envergadura de los involucrados en las hipótesis y pistas sobre su ausencia forzada.

A quienes todavía no han oído de ella, los pongo al día: el sacerdote Gabriele Amorth, jefe de exorcistas del Vaticano acaba de declarar que la colegiala desaparecida en 1983 -cuando tenía apenas 15 años- pudo haber sido utilizada sexualmente y asesinada, luego que un gendarme de la Guardia Vaticana la reclutara para una fiesta clandestina (algo que aparentemente era una práctica habitual en el Vaticano). Amorth habló de una “red” que incluiría personal diplomático de un país extranjero en la Santa Sede.

Al repasar las especulaciones que a lo largo de los años se han tejido en torno al paradero de Orlandi, uno tiene la sensación de hallarse ante una ficción colectiva, un relato cuyos autores no consiguen ponerse de acuerdo en cuanto al hilo que habrán de seguir para crear mayor impacto… así que, ¿por qué no seguirlos todos? La incertidumbre tolera las versiones más peregrinas. Una adolescente que escapó de casa. Un secuestro, perpetrado por un grupo terrorista para intercambiar a la víctima por Mehmet Ali Agca, el pistolero turco que dos años antes había intentado asesinar al Papa Juan Pablo II y que por entonces se hallaba en prisión. O bien, el mecanismo del que el líder de una pandilla criminal se sirvió para asegurarse de que ciertos personeros del Vaticano le cancelaran una deuda.

Una de las pistas más recientes llevó a la policía italiana a exhumar los restos del mafioso Enrico “Renatino” De Pedis, enterrados en la basílica de Sant’ Apollinare, justo frente a la escuela de música donde Emanuela tomaba lecciones de flauta. La presunción es que habría sido sepultada con De Pedis. Junto a la tumba del “Don” se halló una cripta con huesos que podrían datar del siglo XIX. Se dijo que lo procedente sería analizarlos para saber si entre ellos hay algunos de Orlandi.

“¿Por qué el Vaticano permitiría que se enterrara a un mafioso en una iglesia?”, pregunta Alan Johnston, periodista de la BBC de Londres, durante el video del reporte de la exhumación.

Un elemento común en algunos casos de desaparecidos son los avistamientos: el gato de la caja, del limbo, se materializa por segundos en un lugar improbable, dejándose contemplar como si tal cosa. A medida que pasan los años, esas fugaces coincidencias reportadas por ciudadanos comunes y ajenos a víctima adquieren visos de apariciones sobrenaturales. De Orlandi se ha dicho en diversas ocasiones que ha sido “vista” en varios lugares de Ciudad del Vaticano. Que la última vez que la vieron esa tarde de junio de 1983 se estaba subiendo a un BMW. A pocos días de que se la tragara la tierra, supuestamente andaba por ahí con el pelo cortado, llevando los lentes que no le gustaba usar, haciéndose llamar “Barbarella” o “Bárbara” y diciendo que vendía productos de Avon.

Según Agca, Emanuela Orlandi habría sido confinada por el Vaticano a un monasterio católico de Europa Central, donde actualmente viviría como una monja más.

¿Qué es mentira y que es verdad en esta historia? Quizás nunca lo sabremos. Pero no deja de asombrar el potencial narrativo de sus elementos sueltos, cuya relación luce improbable, incómoda a la luz de la lógica. En cualquier caso, estamos ante uno de esos esporádicos reductos de realidad que demuestran macabramente su primacía sobre la más alada ficción.

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